..................................Cambiando Paradigmas .... Psicóloga. Verónica D. Montes ................
martes, 18 de junio de 2013
los adictos al azúcar ... necesidad de ser amados
El azúcar refinado es una forma cristalina, de
manera que los adictos a ella pueden vibrar especialmente con los
cristales, siendo el cuarzo transparente especialmente útil. Sin
embargo, el cuarzo rosa es la piedra principal del chakra cardiaco , ten cerca un cuarzo rosa, medita con èl, duerme cerca de un cuarzo rosa.
Cuando no eras más que un brillo en los ojos de tus padres
«cuando no eras más que un brillo en los ojos de tus padres»
Las investigaciones revelan que los padres actúan como ingenieros
genéticos con sus hijos durante los meses previos a la concepción. En
las etapas finales de la maduración del óvulo y del espermatozoide, se
ajusta la actividad de los grupos de genes específicos que darán forma
al niño que está por nacer mediante un proceso llamado «impresión
genómica», los acontecimientos de la vida de los padres influyen en la
mente y el cuerpo de su hijo.
Las madres y los padres son
responsables de la concepción y del embarazo, aun cuando sea la madre
quien lleva al hijo en su vientre.
Las culturas originarias conocen la influencia del ambiente en la
concepción desde hace milenios. Antes de concebir un hijo, las parejas
purifican mente y cuerpo en un rito ceremonial.
La esencia de
la paternidad responsable es que tanto las madres como los padres se
responsabilicen de educar niños sanos, inteligentes, productivos y
llenos de alegría. Claro está que no podemos culpamos, y tampoco a
nuestros padres, por los fracasos de nuestra vida o de la vida de
nuestros hijos.
La ciencia concentra nuestra atención en el
determinismo genético y no nos informa de la influencia que las
creencias tienen en la vida ni, lo que es más importante, de cómo
influyen nuestros comportamientos y actitudes en la vida de nuestros
hijos.
La información adquirida mediante la percepción paterna del
entorno se transmite a través de la placenta y orienta la fisiología
fetal para que el niño pueda enfrentarse de un modo más eficaz a las
necesidades futuras que encontrará tras su nacimiento.
«Eres
personalmente responsable de todo lo que te ocurre en la vida una vez
que eres consciente de que eres personalmente responsable de todo lo que
te ocurre en la vida».
(fragmento del libro La Biología de la Creencia )
sábado, 15 de junio de 2013
El aprendizaje social y emocional, las habilidades para la vida
Estamos privando a niños y jóvenes de un desarrollo óptimo cuando no les damos
oportunidades de aprendizaje social y emocional.
René Diekstra
Elsa Punset:
Entonces, si tantos datos confirman que las habilidades sociales y emocionales son importantísimas para los niños en todos los ámbitos: el empleo, sus relaciones con otros,su salud mental y física, ¿por qué todas las escuelas no los ponen en práctica de la misma forma que enseñan matemáticas?, ¿por qué no enseñan otras habilidades ?
René Diekstra:
La mayoría de las escuelas no lo hacen de forma sistemática. No tienen tiempo ni apoyo ni financiación, pero lo más importante es que no saben cómo hacerlo. No se les ha asesorado respecto a cómo hacerlo de la mejor forma posible.
Un niño que conoce y sabe gestionar sus emociones no solo tendrá mejores resultados académicos, sino que estará más preparado para el mundo laboral. Uno de los grandes descubrimientos de las últimas décadas es que se pueden educar las emociones y el comportamiento. Mediante programas probados científicamente, es posible desarrollar lo que llaman habilidades para la vida, es decir, una serie de destrezas en el ámbito social, emocional y ético, que complementan y optimizan las habilidades cognitivas e intelectuales.
En este capítulo de Redes, Elsa Punset
charla con el psicólogo y experto en educación emocional Rene Diekstra,
con quien veremos en qué situación se encuentra actualmente el
aprendizaje de esta disciplina y qué ventajas concretas tiene en el
desarrollo de niños y jóvenes.
Las rabietas y el llanto de los niños
Está
muy extendida la teoría de que a los niños (2 o 3 años) hay que
dejarlos solos cuando tienen una rabieta.
Claro, en la versión progre”
del tema se dice que al niño se le deja desahogarse, pero el resultado
es el mismo (le dejas solo y llorando) que en la versión tradicional:
“no es más que teatro, así que hay que quitarle el público”,
o en la
conductista:
“aislado en tiempo de exclusión hasta que aprenda a
comportarse como es debido”.
Quizás parte del éxito de algunas de las teorías de “dejar llorar” viene de una confusión semántica: “no dejar llorar” frente a “no dejar llorar”.
Quizás parte del éxito de algunas de las teorías de “dejar llorar” viene de una confusión semántica: “no dejar llorar” frente a “no dejar llorar”.
Me explico. Cuando yo digo que no hay que dejar llorar a un
niño lo que estoy diciendo es que los padres no tienen que hacer una
actividad denominada “dejar llorar”, actividad que consiste en pasar de
un niño que llora y no hacerle caso. Yo no estoy prohibiendo nada al
niño, en todo caso estoy “prohibiendo” a los padres que le “dejen
llorar”. En cambio algunas personas lo que dicen es algo muy distinto,
que el niño no debe hacer una actividad denominada “llorar”, que los
padres deben impedírselo, prohibírselo, incluso castigarlo por ello.
Eso, claro, me parece una barbaridad.
Es una actitud mucho más extendida de lo que parece. Miles de veces, en vez de intentar consolar de forma adecuada a un niño (cogiéndolo en brazos, o dándole teta, o preguntándole qué le pasa, o diciendo “pobrecito, qué pupa más grande” o “sana sana culito de rana” o reconociendo el problema “sí, qué rabia, tenemos que irnos del parque porque es muy tarde, menos mal que mañana podremos volver…”), se le dicen con la mejor de las intenciones cosas como “no llores, que te pones muy feo”, o “qué vergüenza, un niño tan grande y llorando”, o “no llores, que los niños valientes no lloran”, o “no llores que pareces una nena” o “me duele la cabeza de oírte llorar”, o “este señor se va a enfadar si lloras”, o “cállate de una vez”, o “me tienes harto con tus llantos”.
Todos estos son ejemplos, unos más suaves y otros más bestias, de “no dejar llorar”. Claro, a todos se nos ha escapado alguna vez, y por una vez no tiene importancia; pero imagínense lo que es que cada vez que lloras, sea cual sea el motivo, te digan que te pones feo.
Es una actitud mucho más extendida de lo que parece. Miles de veces, en vez de intentar consolar de forma adecuada a un niño (cogiéndolo en brazos, o dándole teta, o preguntándole qué le pasa, o diciendo “pobrecito, qué pupa más grande” o “sana sana culito de rana” o reconociendo el problema “sí, qué rabia, tenemos que irnos del parque porque es muy tarde, menos mal que mañana podremos volver…”), se le dicen con la mejor de las intenciones cosas como “no llores, que te pones muy feo”, o “qué vergüenza, un niño tan grande y llorando”, o “no llores, que los niños valientes no lloran”, o “no llores que pareces una nena” o “me duele la cabeza de oírte llorar”, o “este señor se va a enfadar si lloras”, o “cállate de una vez”, o “me tienes harto con tus llantos”.
Todos estos son ejemplos, unos más suaves y otros más bestias, de “no dejar llorar”. Claro, a todos se nos ha escapado alguna vez, y por una vez no tiene importancia; pero imagínense lo que es que cada vez que lloras, sea cual sea el motivo, te digan que te pones feo.
¿Qué va a sentir,
cuando sea mayor, una persona educada así?
¿Qué comprensión, qué
empatía, podrá sentir por el dolor ajeno, por el llanto de sus propios
hijos?
Le estamos diciendo que la belleza es el valor supremo, y que uno
tiene incluso que reprimir sus propios sentimientos para poder ser
“guapo” y por tanto aceptado socialmente.
Lo mismo que, cuando dejamos solo a un niño con una rabieta, cuando deliberadamente nos vamos de la habitación, o lo enviamos sólo a una habitación, le estamos enseñando que el dolor no es socialmente aceptable, que una persona bien educada no “se deja llevar” por sus sentimientos en público.
Otra cosa sería un niño mayor (o adolescente) que deliberadamente se va a llorar solo. También hay que demostrarle que tiene derecho a aislarse, si eso es lo que desea. No salgas corriendo detrás, no le digas que “es de mala educación” y que “no puede levantarse de la mesa”… pero puedes, al cabo de un tiempo prudencial, acercarte, decir algo, y seguir o retirarte según su respuesta.
Lo mismo que, cuando dejamos solo a un niño con una rabieta, cuando deliberadamente nos vamos de la habitación, o lo enviamos sólo a una habitación, le estamos enseñando que el dolor no es socialmente aceptable, que una persona bien educada no “se deja llevar” por sus sentimientos en público.
Otra cosa sería un niño mayor (o adolescente) que deliberadamente se va a llorar solo. También hay que demostrarle que tiene derecho a aislarse, si eso es lo que desea. No salgas corriendo detrás, no le digas que “es de mala educación” y que “no puede levantarse de la mesa”… pero puedes, al cabo de un tiempo prudencial, acercarte, decir algo, y seguir o retirarte según su respuesta.
Cuando mis hijos tenían rabietas, lo
probaba todo. Es cierto que en algunos casos parece que no quieran ser
consolados: si les hablas o les preguntas, lloran aún más fuerte o te
insultan, si intentas cogerles en brazos se resisten y patalean, si les
tocas te pegan. En esas circunstancias, es muy humano sentir la
tentación de decir:
“¿Y encima me pegas? ¡Pues me voy y te j….! ¡Yo no
tengo por qué aguantar esto!”
Sentimiento que muchos intentarán
racionalizar (pues la capacidad del ser humano para engañarse así mismo
parece ser aún mayor que su capacidad para dejarse engañar por otros)
con argumentos como “es mejor que se desahogue” o “no es un castigo, es
aplicar las consecuencias lógicas, debe aprender que si insulta y pega
nadie querrá estar con él”. Es muy humano reaccionar así, pero ¿no es un
poco “infantil”?
¿No debería un adulto, que encima es padre, tener más
herramientas que un niño de tres años para canalizar la ira y para
mantener la compostura en situaciones difíciles?
Es un poco como si hubiera un individuo de pie en una cornisa, amenazando con tirarse de un octavo piso, diciendo a los bomberos: “si se acercan, me tiro”, y los bomberos dijeran, “bueno, hemos hecho lo que hemos podido; si se pone en plan imbécil no tenemos por qué aguantarle las impertinencias” y se fueran.
Supongo que cada niño es distinto, y que cada familia encontrará su propia estrategia. A nosotros nos iba muy bien, en las rabietas más terribles, alejarnos un poco y ponernos a hablar del niño en voz alta: “¿Sabes, Mamá, que ayer llevé a María a ver a Abuela? - ¿Ah, sí, fuisteis a ver a Abuela? - Si, y María estuvo ayudando a Abuela a preparar un pastel - ¿María ya sabe cocinar? - Sí, lo hizo muy bien, dijo Abuela que nunca había quedado la masa tan bien revuelta, sin ningún grumo de harina…” A medida que vamos hablando, notamos como María deja de llorar para poder oír mejor. “¿Y con qué hicieron la masa del pastel? - Pues con harina, leche, huevos, levadura, y… a ver si me acuerdo, había otra cosa…” Y de pronto María interviene: “-Y limón rallado, lo rallé yo”.
Es un poco como si hubiera un individuo de pie en una cornisa, amenazando con tirarse de un octavo piso, diciendo a los bomberos: “si se acercan, me tiro”, y los bomberos dijeran, “bueno, hemos hecho lo que hemos podido; si se pone en plan imbécil no tenemos por qué aguantarle las impertinencias” y se fueran.
Supongo que cada niño es distinto, y que cada familia encontrará su propia estrategia. A nosotros nos iba muy bien, en las rabietas más terribles, alejarnos un poco y ponernos a hablar del niño en voz alta: “¿Sabes, Mamá, que ayer llevé a María a ver a Abuela? - ¿Ah, sí, fuisteis a ver a Abuela? - Si, y María estuvo ayudando a Abuela a preparar un pastel - ¿María ya sabe cocinar? - Sí, lo hizo muy bien, dijo Abuela que nunca había quedado la masa tan bien revuelta, sin ningún grumo de harina…” A medida que vamos hablando, notamos como María deja de llorar para poder oír mejor. “¿Y con qué hicieron la masa del pastel? - Pues con harina, leche, huevos, levadura, y… a ver si me acuerdo, había otra cosa…” Y de pronto María interviene: “-Y limón rallado, lo rallé yo”.
A partir de ahí, la rabieta puede darse por
concluida, siempre y cuando los padres sigan disimulando un rato y
eviten la mezquina tentación de vengarse: “Ah, conque ahora hablas, creí
que sólo sabías llorar”, o “No me interesa lo que digas, si tú no me
querías oír a mí, yo tampoco te quiero oír a ti”, o “Ahora que has
dejado de llorar, ¿me puedes explicar qué te pasaba?”…
Es asombroso la cantidad de padres que sienten (sentimos) la ridícula necesidad de decir la última palabra, de ajustar cuentas, de dejar bien claro quién se ha portado mal y quién se ha portado bien, la necesidad no sólo de vencer, sino de humillar al vencido.
Es asombroso la cantidad de padres que sienten (sentimos) la ridícula necesidad de decir la última palabra, de ajustar cuentas, de dejar bien claro quién se ha portado mal y quién se ha portado bien, la necesidad no sólo de vencer, sino de humillar al vencido.
Que el mentiroso
confiese, que el culpable pida perdón, que el desobediente obedezca…
Supongo que son frustraciones sin resolver de nuestra propia infancia,
que nos creemos con derecho a exigir de nuestros hijos absoluta sumisión
porque sabemos que jamás la obtendremos ni de nuestros padres, ni de
nuestro cónyuge, ni de nuestros amigos, ni de nuestros jefes, ni de
nuestros subordinados, ni del gobierno…
por Carlos Gonzalez ( pediatra)
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