Está
muy extendida la teoría de que a los niños (2 o 3 años) hay que
dejarlos solos cuando tienen una rabieta.
Claro, en la versión progre”
del tema se dice que al niño se le deja desahogarse, pero el resultado
es el mismo (le dejas solo y llorando) que en la versión tradicional:
“no es más que teatro, así que hay que quitarle el público”,
o en la
conductista:
“aislado en tiempo de exclusión hasta que aprenda a
comportarse como es debido”.
Quizás parte del éxito de algunas de las teorías de “dejar llorar” viene de una confusión semántica: “no dejar llorar” frente a “no dejar
llorar”.
Me explico. Cuando yo digo que no hay que dejar llorar a un
niño lo que estoy diciendo es que los padres no tienen que hacer una
actividad denominada “dejar llorar”, actividad que consiste en pasar de
un niño que llora y no hacerle caso. Yo no estoy prohibiendo nada al
niño, en todo caso estoy “prohibiendo” a los padres que le “dejen
llorar”. En cambio algunas personas lo que dicen es algo muy distinto,
que el niño no debe hacer una actividad denominada “llorar”, que los
padres deben impedírselo, prohibírselo, incluso castigarlo por ello.
Eso, claro, me parece una barbaridad.
Es una actitud mucho más
extendida de lo que parece. Miles de veces, en vez de intentar consolar
de forma adecuada a un niño (cogiéndolo en brazos, o dándole teta, o
preguntándole qué le pasa, o diciendo “pobrecito, qué pupa más grande” o
“sana sana culito de rana” o reconociendo el problema “sí, qué rabia,
tenemos que irnos del parque porque es muy tarde, menos mal que mañana
podremos volver…”), se le dicen con la mejor de las intenciones cosas
como “no llores, que te pones muy feo”, o “qué vergüenza, un niño tan
grande y llorando”, o “no llores, que los niños valientes no lloran”, o
“no llores que pareces una nena” o “me duele la cabeza de oírte llorar”, o
“este señor se va a enfadar si lloras”, o “cállate de una vez”, o “me
tienes harto con tus llantos”.
Todos estos son ejemplos, unos más suaves y otros más bestias, de “no dejar
llorar”. Claro, a todos se nos ha escapado alguna vez, y por una vez no
tiene importancia; pero imagínense lo que es que cada vez que lloras,
sea cual sea el motivo, te digan que te pones feo.
¿Qué va a sentir,
cuando sea mayor, una persona educada así?
¿Qué comprensión, qué
empatía, podrá sentir por el dolor ajeno, por el llanto de sus propios
hijos?
Le estamos diciendo que la belleza es el valor supremo, y que uno
tiene incluso que reprimir sus propios sentimientos para poder ser
“guapo” y por tanto aceptado socialmente.
Lo mismo que, cuando
dejamos solo a un niño con una rabieta, cuando deliberadamente nos vamos
de la habitación, o lo enviamos sólo a una habitación, le estamos
enseñando que el dolor no es socialmente aceptable, que una persona bien
educada no “se deja llevar” por sus sentimientos en público.
Otra
cosa sería un niño mayor (o adolescente) que deliberadamente se va a
llorar solo. También hay que demostrarle que tiene derecho a aislarse,
si eso es lo que desea. No salgas corriendo detrás, no le digas que “es
de mala educación” y que “no puede levantarse de la mesa”… pero puedes,
al cabo de un tiempo prudencial, acercarte, decir algo, y seguir o
retirarte según su respuesta.
Cuando mis hijos tenían rabietas, lo
probaba todo. Es cierto que en algunos casos parece que no quieran ser
consolados: si les hablas o les preguntas, lloran aún más fuerte o te
insultan, si intentas cogerles en brazos se resisten y patalean, si les
tocas te pegan. En esas circunstancias, es muy humano sentir la
tentación de decir:
“¿Y encima me pegas? ¡Pues me voy y te j….! ¡Yo no
tengo por qué aguantar esto!”
Sentimiento que muchos intentarán
racionalizar (pues la capacidad del ser humano para engañarse así mismo
parece ser aún mayor que su capacidad para dejarse engañar por otros)
con argumentos como “es mejor que se desahogue” o “no es un castigo, es
aplicar las consecuencias lógicas, debe aprender que si insulta y pega
nadie querrá estar con él”. Es muy humano reaccionar así, pero ¿no es un
poco “infantil”?
¿No debería un adulto, que encima es padre, tener más
herramientas que un niño de tres años para canalizar la ira y para
mantener la compostura en situaciones difíciles?
Es un poco como
si hubiera un individuo de pie en una cornisa, amenazando con tirarse de
un octavo piso, diciendo a los bomberos: “si se acercan, me tiro”, y
los bomberos dijeran, “bueno, hemos hecho lo que hemos podido; si se
pone en plan imbécil no tenemos por qué aguantarle las impertinencias” y
se fueran.
Supongo que cada niño es distinto, y que cada familia
encontrará su propia estrategia. A nosotros nos iba muy bien, en las
rabietas más terribles, alejarnos un poco y ponernos a hablar del niño
en voz alta: “¿Sabes, Mamá, que ayer llevé a María a ver a Abuela? -
¿Ah, sí, fuisteis a ver a Abuela? - Si, y María estuvo ayudando a Abuela
a preparar un pastel - ¿María ya sabe cocinar? - Sí, lo hizo muy bien,
dijo Abuela que nunca había quedado la masa tan bien revuelta, sin
ningún grumo de harina…” A medida que vamos hablando, notamos como María
deja de llorar para poder oír mejor. “¿Y con qué hicieron la masa del
pastel? - Pues con harina, leche, huevos, levadura, y… a ver si me
acuerdo, había otra cosa…” Y de pronto María interviene: “-Y limón
rallado, lo rallé yo”.
A partir de ahí, la rabieta puede darse por
concluida, siempre y cuando los padres sigan disimulando un rato y
eviten la mezquina tentación de vengarse: “Ah, conque ahora hablas, creí
que sólo sabías llorar”, o “No me interesa lo que digas, si tú no me
querías oír a mí, yo tampoco te quiero oír a ti”, o “Ahora que has
dejado de llorar, ¿me puedes explicar qué te pasaba?”…
Es
asombroso la cantidad de padres que sienten (sentimos) la ridícula
necesidad de decir la última palabra, de ajustar cuentas, de dejar bien
claro quién se ha portado mal y quién se ha portado bien, la necesidad
no sólo de vencer, sino de humillar al vencido.
Que el mentiroso
confiese, que el culpable pida perdón, que el desobediente obedezca…
Supongo que son frustraciones sin resolver de nuestra propia infancia,
que nos creemos con derecho a exigir de nuestros hijos absoluta sumisión
porque sabemos que jamás la obtendremos ni de nuestros padres, ni de
nuestro cónyuge, ni de nuestros amigos, ni de nuestros jefes, ni de
nuestros subordinados, ni del gobierno…
por Carlos Gonzalez ( pediatra)