Dahlia corría alrededor de la casa, gritando y llorando. “¡La odio!
¡La odio! ¡No voy a jugar con ella nunca más!” Al final, sus pasos se
fueron haciendo más lentos, y le contó a su padre lo que había pasado.
Él escuchó con atención. Cuando Dahlia terminó de hablar, su padre le
preguntó: “¿Quieres contarme algo más?” La niña añadió algunos detalles y
acabó llorando amargamente. El padre la escuchó. Cuando Dahlia acabó,
él reconoció: “Lo comprendo, y te quiero mucho”. Dahlia aceptó el
abrazo y el apoyo de su padre, mientras sollozaba en sus brazos. Luego,
la tormenta de lágrimas terminó tan repentinamente como había
comenzado. Dahlia se levantó y anunció con alegría: “Papá, ¿sabías que
mañana Tina y yo iremos juntas a la playa? Estamos construyendo una
casita de madera, con Adam y Tom. Antes de ir, le diré a Tina que no
voy a volver a estropear su trabajo, y seguro que ella será amable
conmigo”.
¿Qué hizo que este conflicto tuviera un final
feliz? ¿Cómo consiguió Dahlia salir de su enfado por completo y ser
consciente de su parte de responsabilidad en el asunto?
En la reacción del padre, hubo tres ingredientes principales que ayudaron mucho: 1) Atención, 2) Respeto y 3) Confianza.
Él le ofreció a su hija atención total, y la tomó en serio mientras ella descargaba sus sentimientos. Él la respetó y confió en ella, sin intervenir ni darle consejos.
Expresó amor incondicional y permitió que Dahlia se sintiera poderosa y
dueña de sí misma. En otras palabras, el padre se limitó a seguirla y
apoyarla, mientras que ella resolvía su propio conflicto. Al final, cuando la copa de su enfado quedó “vacía”, ella estaba preparada para asumir su responsabilidad y actuar.
A
algunos padres les sorprenderá no solo que Dahlia recuperase el ánimo,
sino también que pudiera admitir su propia responsabilidad en el asunto y
tuviera el propósito de comportarse mejor. Habría sido tan tentador
para su padre acusar: “¿Y tú qué has hecho para que ocurra esto?” o
aconsejar: “Podríais juntaros las dos y hablar de ello”. En cambio,
gracias a la confianza y el apoyo de su padre, Dahlia tuvo el poder de
generar su propia comprensión del asunto.
A menudo nos sentimos tentados de compartir nuestra sabiduría y dar consejos a los niños en lugar de escucharlos.
No
obstante, cuando les damos un consejo o una interpretación de los
hechos como: “¿Y tú? Seguro que también le has hecho daño”, o “Me
tendrías que haber llamado”, o cualquier otro comentario que represente
nuestra propia percepción de la situación, el resultado es casi
siempre una escalada en el estado de alteración del niño hasta derivar
en una rabieta mayor. ¿Por qué?
Porque ahora, además de la pena
con la que ya está lidiando, estará furioso con nosotros por no
escuchar, por juzgarlo y subestimarlo.
Nunca es útil dar
consejos al sabio. Y los niños son muy sabios, hasta verdaderos
maestros, en el arte de sanar por sí mismos de la tensión de una
tormenta emocional, cuando se les presta atención y se les apoya sin
juzgarlos.
El poder del silencio
Aunque
sabemos que en nuestra sociedad, por lo general, el silencio resulta
incómodo, no decir nada puede ser lo mejor que podemos hacer para el
bienestar emocional del niño.
Escuchar atentamente y en silencio
es un voto de confianza, respeto y amor. La escucha le da al niño un
claro mensaje de que nos interesa, le aceptamos –sea cual sea su estado
de ánimo–, confiamos en él o ella y respetamos su forma de descargar el
dolor. Aun sabiéndolo, a veces me sorprendo a mí misma dándoles
consejos a mis hijos, a pesar de mis buenas intenciones. Cuando me
ocurre esto, me disculpo y sigo escuchando.
Si percibes que decir palabras de validación no hace más que aumentar el enfado de tu hijo o hija, acuérdate del silencio.
El
niño necesita ser escuchado, y ofrecerle el regalo del silencio es a
menudo el mejor camino hacia el amor. La validación auténtica, sin
interpretar los sentimientos del niño y sin juicios ocultos ni
consejos, ayudan al niño a expresar sus sentimientos sin llorar, lo que
lleva a su recuperación emocional. Aunque puede que nos sintamos
incómodos ante la expresión dramática de sus emociones, para el niño es
una forma saludable de dejarlas salir.
Más de una vez he
escuchado juramentos de odio entre hermanos que gritaban: “¡No voy a
volver a jugar nunca más con él!”, y yo no dije nada más que: “Oh” al
final del todo, y siempre recibí al cabo de unos minutos el premio de
una risa procedente de la sala de juegos. Cuando los
sentimientos de odio se expresan libremente ante alguien que escucha
con amor, el niño puede superar esa emoción y volver a experimentar
amor y felicidad.
¿Y si un niño es “destructivo”?
Los
padres formulan a menudo esta pregunta sobre la forma de expresión que
elige su hijo o hija. “Sí –dicen–, todo eso está muy bien, pero ¿qué
pasa si, para expresar su ira y ansiedad, el niño es destructivo o le
hace daño a alguien?”
Empecemos por pensar qué significa “ser
destructivo”. Si la acción es segura para todos, ¡dejemos que el niño
lo haga! De hecho, padres y madres pueden alentar formas de agresividad
no peligrosa, de manera que el niño sienta que tiene poder. Muchas
agonías infantiles se deben a que se sienten impotentes, controlados e
indefensos.
Un día, cuando uno de mis hijos tenía cuatro
años, vació toda la ropa de su armario alegremente. Yo respondí con un
dramático “¡Oh, no!” que le proporcionó el sentido del poder que estaba
buscando. Yo volví a colocarlo todo en su sitio, solo para que él
pudiera repetir la “terapia”. Confié en su necesidad de hacerlo y en la
utilidad del proceso. Pasados dos meses jugando a esto y a otros
“juegos de poder” que no comportaban riesgo alguno, este comportamiento
desapareció, y con él un montón de estrés relacionado con los celos
hacia su hermano que entonces era un bebé. (En mi libro Raising Our Children, Raising Ourselves –en español, Aprender a educar sin gritos, amenazas ni castigos– hay todo un capítulo sobre las posibilidades casi milagrosas de los “juegos de poder” y cómo jugar a ellos).
Lo
mismo puede aplicarse a los juegos agresivos entre niños. A menudo,
jugar a luchar es una terapia muy eficaz para todos los que participan
en ella, o simplemente pura diversión. Cuando nadie está sufriendo
ningún daño de verdad, lo mejor es que los adultos nos apartemos a un
lado. Una vez más, la norma es confiar. Si alguien se hace daño, vendrán
a buscar ayuda. Cuando participa un bebé en el juego o nos preocupa
algo en especial, podemos seguir nuestro instinto, observar y comprobar
que todo está bien, pero deberíamos tratar de permanecer tan invisibles
como podamos.
Hay muchos ejemplos de agresividad no
dañina, así como actividades que pueden redirigirse muy fácilmente
hacia otras más seguras. Si a un niño le gusta rasgar libros, esa
actividad puede redirigirse hacia una pila de revistas viejas; pintar
las paredes puede convertirse en arte sobre papel. Una simple necesidad
de romper cosas se puede redirigir para encender una hoguera con una
pila de madera al aire libre, o romper algún material inútil que
tenemos intención de desechar. Cuando algo es seguro no es destructivo.
Al
contrario de lo que preocupa a tantos padres, los niños distinguen
bien entre el apoyo a una necesidad emocional y el cheque en blanco a la
destrucción. No van a volverse destructivos ni a despreciar las
propiedades de valor. Todo lo contrario. Si pueden expresar sus
necesidades con libertad y de forma segura, les permitiremos ser
pacíficos y respetuosos con las posesiones que nos importan, y tendrán
clara la distinción entre lo que se puede romper y lo que no. Nuestros
miedos no solo son infundados, sino que además entorpecen nuestra
capacidad de dar apoyo a los niños.
Responder a las causas
Cuando los niños se comportan peor es cuando más necesitan nuestro amor.
El verdadero impulso destructivo es aquel que es peligroso o demasiado
difícil de reparar. En estos casos, habría que ofrecer una guía y una
atención especial al verdadero origen del problema. La verdadera
agresión significa un gran dolor y una necesidad. Un niño necesita saber
que expresar rabia con palabras, lágrimas, gritos o formas no dañinas
de agresividad está bien, pero hacer daño a los demás o destruir cosas
es absolutamente inaceptable y es preciso detenerlo clara y
rápidamente. El niño que está fuera de control, con rabia, necesita
nuestra ayuda para tratar la fuente de su dolor. Interrumpir su acción
no hace desaparecer los sentimientos que la provocaron. Necesita
nuestra compasión, amor, comprensión y tiempo de dedicación exclusiva.
Pero lo primero es detener inmediatamente el comportamiento agresivo
peligroso, sin hacer daño ni ofender al niño.
Puede ser muy
difícil a veces, cuando nuestro propio dolor nos lleva a enfurecernos a
pesar de nosotros mismos. Necesitamos tratarnos a nosotros con la
misma compasión con que tratamos al niño. Igual que él o ella, no
podemos permitir que nuestra ira nos dañe a nosotros mismos o los
demás, y al mismo tiempo necesitamos poder expresarnos y dejar salir
nuestras emociones. En mi trabajo con padres y madres, he visto que
gritar no nos ayuda a manejar nuestro propio dolor, sino que más bien lo
refuerza.
Si observas a tu hijo o hija, es obvio que su dolor viene de sus propios pensamientos:
“No me quieren, no soy buena, mamá no me quiere, necesito que jueguen
conmigo, necesito ese juguete…” etc. En el caso de los adultos, nuestra
propia rabia se ve alimentada por el mismo tipo de pensamientos
confusos: “Mi hija debería hacer lo que yo le digo, tendría que
vestirse sola, estar tranquila, darse prisa, respetarme…” etc.
Cuando
te encuentras lleno o llena de rabia, tómate tiempo para respirar
hondo y pregúntate si tus pensamientos son verdad, si son válidos en el
presente, si son útiles y si te ayudan a ser el padre o la madre que tú
deseas ser. Así calmarás la causa de tu enfado y podrás tranquilizarte lo suficiente como para atender a tu hijo o hija.
Los
niños pierden el control igual que los adultos, pero más fácilmente;
tienen menos experiencia en el manejo de las tormentas emocionales. Si nos tomamos tiempo para reflexionar sobre nuestros propios sentimientos, ellos aprenderán a hacer lo mismo.
Los niños nos observan
para estar seguros de que cuando crezcan serán más capaces de
controlar sus propios impulsos. Vernos fuera de control hacia ellos es
muy desalentador e incapacitante, y les causa un gran daño personal.
¿Si no podemos controlar nuestros impulsos basados en el dolor, cómo lo van a conseguir ellos?
Incluso podemos enseñarles que se pueden cuestionar sus pensamientos dolorosos, mostrando cómo nos cuestionamos los nuestros.
Cuando
detenemos de una forma amable una acción peligrosa fuera de control,
le damos al niño un triple mensaje: 1) “Puedo contar con mis padres
para que me ayuden cuando pierdo el control”, 2) “Cuando crezca seré
capaz de controlarme y actuar con compasión como lo hacen mis padres”,
3) “Mis padres ven mi necesidad. No soy malo, es mi acción la que es peligrosa. Me aman y soy digno de ser amado, y, como ellos, aprenderé a expresarme con libertad pero de una forma segura”.
Cuando
un niño resulta dañado, deberíamos atenderle primero, sin regañar al
agresor. Al ver nuestra compasión hacia el niño que se ha hecho daño,
es probable que el agresor sienta remordimiento, aunque haga todo lo
posible por fingir que no es así.
Si nos centramos en regañar o
castigar al agresor, por otro lado, perdemos la oportunidad de mostrarle
un ejemplo de cómo cuidar a los demás. Por el contrario, puede que
sienta rabia hacia ti y hacia el otro niño, además de odio hacia sí
mismo.
Es mejor detener una acción peligrosa con amabilidad y claridad. Un niño necesita recordar que los sentimientos se pueden “expresar”, pero no “llevar a cabo”.
Después de atender al niño que ha salido malparado, podemos decirle al
agresor: “Veo que estás muy enfadado (triste, atemorizado…). Te
ayudaré a descargar tus sentimientos sin peligro y a resolver tus
necesidades”.
Responder con amor a una agresión entre hermanos
Cuando
mi hijo Lennon tenía cuatro años, empezó a molestar, a veces de forma
agresiva, a su hermano de un año de edad, Oliver. Como este
comportamiento era nuevo en nuestro hogar, al principio no pensamos
mucho en ello, simplemente le decíamos que parase de hacerlo y no le
hacíamos mucho caso. Dos semanas más tarde, cuando estaba sola con
Lennon, le expresé mi amor por él y le dije que era una persona
maravillosa. Su respuesta fue como una sacudida: “Tú no me quieres. Soy terrible”.
“¿Por
qué?”, pregunté con ansiedad, y él me respondió: “Porque le hago daño a
Oliver”. Un niño que nunca había recibido un castigo y que siempre
había sido alegre y encantador estaba allí sentado ante mí sufriendo
celos, y estaba desarrollando una pobre imagen de sí mismo.
Aquel día empecé a abrazar a Lennon cada vez que molestaba a Oliver. Sé que esto puede sonar como un premio, y no solo para nosotros los adultos. Un
niño que se siente mal por dentro no ve que se esté portando mal. Ve
que siente un dolor muy profundo, soledad, falta de amor y pérdida de
control. Yo respondí a su petición de ayuda y amor, dándole lo que necesitaba.
Me di cuenta de que mi reacción inicial estaba basada en el miedo, y por eso mismo era contraproducente. Cuando
le expliqué a Lennon que le estaba haciendo daño a su hermano y le
pedí que dejara de molestar, fue entonces y solo entonces cuando
reforcé sus sentimientos de “ser malo” y él los internalizó.
Si yo hubiera seguido enseñándole que estaba haciendo algo malo, puede
que hubiese acabado por convertirse en un abusón resentido. En lugar de
eso, cambié mi comportamiento y respondí a su necesidad de amor.
Descubrir
la fuente del problema –los celos– me llevó a dedicarle a Lennon un
montón de tiempo en exclusiva y a levantar la imagen que él tenía de sí
mismo. “Tengo tanta suerte de vivir contigo”, “Eres tan importante
para mí”, “Te quiero”, son palabras que compartimos en el tiempo que
pasamos juntos. Si le hacía daño a su hermano, yo le detenía con
amabilidad (retirando al bebé, en lugar de apartarlo a él, si era
posible), le daba mi amor, y le decía “Veo que quieres hacerle daño a tu
hermano. Es normal que te sientas así. Te quiero lo mismo cuando
quieres hacerle daño. Cuando crezcas serás capaz de controlarte a ti
mismo, pero por ahora yo te voy a ayudar”. Y le ayudé hasta que recuperó
su energía y su amor por la vida, por sí mismo y por su hermano
pequeño.
Hay muchas historias como esta en mi familia y en
las familias con las que trabajo. El denominador común en todas ellas
es la confianza en el niño. Si el niño “se porta mal”, es que está sufriendo y tiene una razón válida para hacer lo que hace.
Si nuestra respuesta compasiva no ayuda, eso no significa que tengamos
que abandonar la confianza y la aceptación. Más bien, significa que
tenemos más que aprender, que la causa es más profunda de lo que
podemos ver, y que todavía no hemos resuelto el enigma. Tenemos que
seguir buscando o buscar a alguien que nos pueda ayudar.
Puede
que nos resulte difícil dejar nuestras reacciones emocionales a un
lado. Nuestra rabia, preocupación y problemas no resueltos de nuestra
propia niñez pueden ser obstáculos que nos hagan más difícil el prestar
ayuda al niño. Cuando me parece que no puedo evitar esa reacción
emocional, me aparto de la escena (no tiene por qué ser físicamente), me
tomo un respiro y me doy un “tiempo aparte” a mí misma. Trato de
conectar con el centro de mis emociones, y me cuestiono la validez de
mis pensamientos, expectativas y creencias. Y siempre encuentro que no
son verdad, y que sin esos pensamientos negativos yo consigo ser la
madre amorosa que deseo ser.
Cuando se les valida y se les escucha, los niños descargan sus trastornos emocionales por sí mismos de forma creativa.
Es
importante permitir que el llanto siga su curso, mientras le damos al
niño nuestra atención total, y desarrollar la capacidad de atender las
rabietas y las expresiones de ira. Jugar haciendo ruido, dejarse llevar
por la risa tonta o chillar puede ser beneficioso emocionalmente.
Aparte de irnos a otra habitación, o pedirle al niño que juegue en otra
habitación, o incluso afuera, todo eso no tiene “cura”. Más bien, esos comportamientos son la propia cura, la forma en que el niño se cura a sí mismo de muchos de los trastornos que sufre en su vida diaria. Los niños tienen una capacidad mágica para dirigir sus propias escenas dramáticas. Podemos confiar y aprender de ellos.
Cuando
hacemos frente a un comportamiento de nuestro hijo o hija que nos
altera, tenemos dos opciones. Podemos responder desde nuestro miedo, o
podemos dudar de nuestros pensamientos y descubrir por qué el niño está
actuando así. Una vez hayamos comprendido eso, podremos responder con
amabilidad, y no con juicios o de forma controladora.
Aunque a veces los padres pueden necesitar la ayuda de un consejero o consejera, desarrollar la confianza y la capacidad de escuchar y conectar
siempre es un buen camino hacia una vida familiar armoniosa y unos
hijos saludables emocionalmente y con confianza en sí mismos.
Por Naomi Aldort
(Autora de Aprender a educar sin gritos, amenazas ni castigos)
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© Copyright Naomi Aldort 1997, revisado ligeramente en 2007. Reimpreso y revisado con permiso de The Nurturing Parent.
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