Lo que durante generaciones fue natural para toda madre, hoy es inaudito
Uno de los síntomas más alarmantes, que delatan el distanciamiento de la
naturaleza por el que atraviesa el hombre de nuestra época es el que,
de día en día, va perdiendo más el sentido necesario para interpretar
los hechos fundamentales de la vida, o sea, para comprender la relación
que existe entre la salud y la enfermedad. Se encuentra desamparado ante
los procesos de su propio organismo, al haber disminuido su instinto de
discriminación entre lo saludable y lo nocivo.
Tanto es así que, hoy en
día la mayoría de la gente sólo ve en la enfermedad un suceso molesto, y
con frecuencia hasta peligroso, que debe eliminarse cuanto antes,
preferentemente empleando vacunas preventivas, o bien con medicamentos
de efectos radicales, aún cuando sólo se trate de una inofensiva fiebre
catarral. Aquello que durante generaciones ha sido evidente y natural
para toda madre, al hombre de nuestro tiempo le parece un concepto
totalmente nuevo e inaudito.
Nos referimos al hecho de que toda
enfermedad propiamente dicha, o bien sus síntomas de carácter
secundario, como la fiebre, puede tener como motivo un fin oculto de
vital trascendencia para el desarrollo físico y anímico del individuo.
El miedo a la fiebre
Especialmente en el caso de las enfermedades infantiles los padres,
conscientes de su responsabilidad y en su afán de velar por un ser
indefenso y dependiente de la ayuda de sus semejantes, ven con angustia y
espanto los aspectos, al parecer sólo negativos y peligrosos, de las
enfermedades.
Muchos padres, ignorando la relación de los hechos
fundamentales entre sí, exigen del médico que elimine la fiebre con la
mayor rapidez posible y algunos, neciamente, incluso juzgan la aptitud
de aquel en función de la velocidad con que logre reducirla o
extinguirla.
Esta actitud tiene su origen en la falsa suposición de que
la fiebre es una enfermedad en sí misma.
En efecto, hoy en día el mercado ofrece numerosos medicamentos por medio
de los cuales el médico está en condiciones de disminuir, e incluso
eliminar la fiebre en el término de pocas horas. Pero, lamentablemente,
se le presta muy poca atención al hecho de que se hace cada día más
necesario poner en el mercado nuevas "drogas prodigiosas" más potentes,
debido a que las anteriores dejan de surtir efecto.
Sin embargo parece
ser que la relación "drogas peligrosas-eliminación de la
fiebre-curación" carece de fundamento. A qué se debe, si no, el que a
pesar de todo los médicos cada día tengan más trabajo y los hospitales
no den abasto? Sin duda alguna, gran número de enfermedades en estado
agudo pierden rápidamente su carácter violento gracias a esa clase de
medicamentos, pero después de estos tratamientos se ve con frecuencia
que el paciente no ha sanado en la verdadera acepción de la palabra -no
se restablece del todo- aquejándole, a veces muy pronto, otro tipo de
trastornos, pues los anteriores no han sido curados realmente, sino sólo
tratados sintomáticamente, es decir, reprimidos.
El motivo de que se presenten más y más enfermedades sin estados
febriles, tal como se observa hoy en día, no residirá quizás en que el
hombre ha perdido el hábito de generar la "fiebre curativa" a raíz del
empleo de medicamentos violentos?
Sea como fuere, es un hecho
indiscutible que el hombre civilizado apenas conoce en la actualidad la
sensación de disfrutar de plena salud, se encuentra en un continuo
estado de "suspenso" entre una especie de "semienfermedad" y
"semisalud".
Hasta hace poco esta evolución se había limitado a los adultos.
Sin
embargo, es de lamentar que los "éxitos" médicos descritos se vayan
extendiendo paulatinamente a grupos de individuos de edades cada vez
menores, es decir, a escolares e incluso a párvulos y lactantes.
Hay
actualmente niños de dos o tres años que no responden a estos
tratamientos, debido a que han tenido ya amplio contacto con los
antibióticos existentes, y como los diversos gérmenes se han ido
haciendo resistentes a tales medicamentos, la fiebre no se deja
reprimir.
Cada dos o tres semanas vuelven a presentar alguna enfermedad
febril aguda. En ese momento se puede percibir la desesperada vehemencia
con la que el niño que ha nacido sano desea experimentar y hacerle
frente a una enfermedad, aunque sólo sea por una vez.
Ese niño está
vacunado contra todo, pero a pesar de ello, quiere ponerse a prueba a sí
mismo en una enfermedad, quiere que le dejen hacer uso de sus propias
capacidades curativas para fortalecer con ello su constitución.
Es obvio que en los casos de abuso de medicamentos nos encontramos ante
manifestaciones degenerativas de nuestra civilización, degeneraciones
que, por el momento, aún no constituyen normas. Pero tampoco cabe duda
de que estas tendencias van en ascenso, de que el número de esos
desdichados niños es ya enorme y de que seguirá en aumento.
Del sentido de la fiebre
En la historia de la Medicina probablemente no haya habido ningún gran
médico que no haya instruido a sus discípulos con gran énfasis en el
hecho de que la fiebre no es una enfermedad sino algo semejante a un
arma, de la que dispone y que produce el enfermo en su lucha contra la
enfermedad.
Para el médico que trata a sus pacientes aplicando
principios biológicos, este concepto es obvio y en los últimos tiempos
ha sido totalmente confirmado por la Medicina Académica. El profesor O.
Westphal de Friburgo, quien ha vuelto a investigar los procesos
febriles, dice al respecto:
"La fiebre es sólo uno de los síntomas de
una enfermedad. Hoy sabemos con toda certeza que la fiebre en sí es todo
lo contrario de una enfermedad, es decir, que la fiebre es parte de los
mecanismos de defensa del organismo contra las enfermedades
infecciosas."
Ya hemos destacado que se pueden presentar complicaciones y recaídas y,
ante todo, una convalescencia prolongada, a raíz de hacer desaparecer la
fiebre prematuramente, sin combatir la enfermedad en sí en forma
curativa.
Además, extinguiendo la fiebre antes de tiempo, el organismo,
con frecuencia, no genera inmunidad alguna contra esa determinada
afección, de modo que, por ejemplo, una escarlatina cortada con
antibióticos puede reincidir varias veces. Y es que el cometido real del
médico no debe consistir en mitigar la fiebre, sino que sus esfuerzos
deben dirigirse a la vigilancia de su evolución biológica, permitiéndole
ejercer su función de factor beneficioso.
Se sobrentiende que toda
enfermedad puede presentar una evolución grave. En esos casos la
naturaleza del tipo de fiebre pone en manos del médico importantes
indicios para diagnosticar precozmente tales situaciones. Por lo tanto,
es necesario consultar al médico cuando se presenten temperaturas altas,
con el fin de que vigile el curso de la fiebre.
Sin embargo, es imprescindible que la persona que está al cuidado del
enfermo esté persuadida de la acción benéfica de la fiebre y sepa que
una potente reacción febril ayuda al paciente a restablecer la armonía
perdida entre los procesos que tienen lugar en su organismo.
La inquietud interior inherente al temor a la fiebre y sus
complicaciones, de las que quizás se haya oído hablar en alguna
oportunidad, se transmite lamentablemente con demasiada rapidez al
paciente, dificultando con ello los procesos de curación.
Estas consideraciones son aplicables muy en especial a los estados
febriles de los niños. Hay niños vigorosos que presentan temperaturas
hasta de 41 grados y a los dos o tres días están completamente sanos.
Los padres que tienen experiencia ya han aprendido a recibir con agrado
los estados de alta fiebre que acompañan a las afecciones agudas, como
la gripe, anginas, o las enfermedades infecciosas infantiles
?principalmente el sarampión y la escarlatina. Reconocen en ellos el
gran vigor con el que sus hijos se defienden de la enfermedad.
Igual que todas las crisis por las que se atraviesa en la vida, también
la fiebre viene frecuentemente acompañada de manifestaciones
desagradables. Puede causar una considerable afluencia sanguínea al
cerebro con dolores de cabeza bastante fuertes.
Se sobrentiende que, o
bien el médico o bien la madre, intentarán detraer la sangre de la
cabeza, ya sea con compresas frías en las pantorrillas, o poniéndole al
niño medias mojadas, o haciéndole lavados de agua tibia con vinagre.
También hay que tener en cuenta el hecho de que algunas enfermedades se
tornan sólo peligrosas cuando presentan alguna inflamación sin la alta
fiebre correspondiente.
La fiebre es, por consiguiente, una
exteriorización plena de sentido de la vitalidad del enfermo.
El sarampión
Los padres que observan con atención el desarrollo de sus hijos tienen
experiencia de que toda enfermedad infantil, siempre que se sobrelleve
de modo adecuado, redunda en beneficio del niño. En el sarampión es
donde se observa con mayor claridad. Un sarampión fuerte se presenta con
una especie de esponjamiento de la piel y las mucosas, lo que produce
constipado o catarro, conjuntivitis, tos con secreción de flemas y,
sobre todo, un ablandamiento de las facciones. Los rasgos se tornan
borrosos, de modo que a menudo se observa una transformación hacia una
fisonomía casi grotesca. Pero, una vez transcurridos dos o tres días, la
hinchazón desaparece y, tanto la fiebre como las manifestaciones
catarrales de ojos, nariz y bronquios, disminuyen. Paulatinamente, pero
siempre con mayor claridad, aparece una expresión hasta entonces
desconocida en el rostro del niño y, transcurrido un tiempo, a los
padres alertas les llama la atención que hasta el parecido al padre o a
la madre, que había tenido hasta entonces el niño, ha disminuido también
y que ha surgido un rostro nuevo de expresión más individual. Se
observan también otros cambios en el niño y desaparecen particularidades
y dificultades que se habían observado hasta entonces en su carácter.
Evidentemente el niño ha entrado en una nueva fase de su desarrollo.
Para expresarse con toda exactitud podría decirse: ?El niño ahora está
mejor encarnado: su cuerpo y su alma han llegado a una mejor
compenetración?.
Sólo es posible hallar una explicación más precisa para
estos sucesos si se profundiza en el estudio de la más íntima relación
entre los procesos que ocurren en el ser humano. Con ayuda del proceso
febril, el niño ha conseguido vencer ciertas características adoptadas
por transmisión hereditaria, logrando así encontrarse a sí mismo.
Su
propio ser, aquello que representa su propia personalidad, se ha
impuesto. -con la ayuda del sarampión y la cooperación de la fiebre-.
Con esto nos hemos acercado a la comprensión del verdadero sentido de
este tipo de enfermedades: el Yo del niño, es decir, su propio ser, que
actúa dentro de él mismo, hace uso del aumento de temperatura al que
nosotros llamamos fiebre para lograr su realización.
Es a través de esa
experiencia como consigue hacerse dueño y señor dentro de su propio
reino.
La fiebre escarlatina
Todavía no se reconoce suficientemente que en el organismo humano toda
manifestación fisiológica no es tan solo un fenómeno químico, sino que
simultáneamente, es también un instrumento de los procesos anímico ?
espirituales.
Esto queda demostrado brevemente en el ejemplo de la
fiebre escarlatina.
Cuando en su senda hacia una alta meta, que considera digna de esfuerzo,
al hombre se le presentan obstáculos difíciles de superar, a veces
exclama montando en cólera: "Estoy que exploto!"
Es decir, está que "se
sale de sus casillas", de su envoltura, en la que se siente aprisionado.
Su rostro enrojecido, la vena frontal hinchada, demuestran que su
conmoción se extiende también a todo su cuerpo físico.
Su energía
volitiva acumulada quizás se descargue dando un puñetazo en la mesa, y
así como en una exteriorización volitiva de esta especie los músculos
del brazo son los instrumentos de un alma con voluntad propia que se
levanta en cólera, así reside también, por ejemplo en la cavidad
muscular del corazón, o sea, en cada uno de sus latidos, la voluntad
espontánea de vivir que se genera en nuestra alma.
Sí, efectivamente
todo proceso térmico fisiológico generado en nuestro cuerpo es un
transmitir de las fuerzas ocultas espontáneas de nuestro ser espiritual y
anímico, siempre y cuando disponga de carácter volitivo.
El calor es el
portal a través del cual nuestra voluntad de vivir, que tiene su origen
en el núcleo de nuestro ser, invade nuestro cuerpo, anidando en nuestro
mundo emocional.
Por eso no establecemos simplemente una comparación al darle a la fiebre
la denominación de cólera o ira orgánica, instintiva o espontánea.
En
realidad, cada uno de los procesos febriles es motivado por un
incremento de nuestra voluntad de vivir.
El enfermo de escarlatina se
libera literalmente de su "envoltura", de su piel enrojecida que
frecuentemente cae a jirones en un justificado ataque de ira y toma
posesión de su cuerpo, de esa corporeidad que puede oponerle más de un
obstáculo y más de una traba oculta a la ocupación del alma y del
espíritu.
Ese enfermo está tratando con vehemencia de poner en
consonancia con sus necesidades el "modelo" que le ha impuesto su
corriente hereditaria, ya que no siempre le viene bien. Precisamente una
enfermedad dramática como ésta nos ilustra sobre el motivo oculto
anímico-espiritual de la fiebre.
Por lo tanto, toda ingerencia violenta
en los procesos febriles representa al mismo tiempo un choque para el
ser espiritual del hombre, significa debilitar su voluntad de vivir.
La reincidencia de los perjuicios provocados al eliminar la fiebre de
manera inadecuada, en lugar de guiarla con inteligencia, ejerce,
especialmente en los organismos en desarrollo, una acción perniciosa
sobre la evolución de la personalidad, creando disposiciones a la
abulia, o sea, a debilitar la voluntad y a cohibir la iniciativa vital,
pudiendo llegar incluso a conducir a estados de melancolía y depresiones
en la edad madura.
Ocurre exactamente lo contrario con aquellos seres
humanos que, en su infancia, han logrado poner en consonancia su
individualidad con el "instrumento cuerpo" en formación, valiéndose de
los procesos patológicos que haya exigido el giro de su destino. Estos
seres seguirán siendo más sanos físicamente y más elásticos
anímicamente.
Con respecto al problema de las vacunaciones
Partiendo de lo expuesto, nos encontramos ante un nuevo aspecto de la
gran responsabilidad que debemos asumir al vacunar, sin reflexionar, a
nuestros niños contra todas clase de enfermedades infantiles.
Nuestro
concepto de que cada una de las enfermedades infantiles desempeña una
profunda misión en el destino evolutivo de la personalidad, demuestra
que el eliminar artificialmente las posibles enfermedades no es tan
beneficioso, y de ningún modo tiene aspectos tan positivos, como se
desea ver hoy en día.
Sin embargo, si con continuas vacunaciones
evitamos al organismo del niño la típica controversia con las
enfermedades infantiles, tan beneficiosa en la mayoría de los casos,
asumimos en pago -según Rudolf Steiner-, en nuestra función de médicos y
de educadores, la obligación de activar y armonizar las fuerzas
anímicas de nuestros niños con medidas pedagógicas adicionales, tal como
se hace por ejemplo en la pedagogía de las Escuelas Waldorf.
Por otra parte, el educador deberá tener conciencia de que toda medida
pedagógica provoca reacciones.
Así como, por ejemplo, los accesos de
cólera de un padre, o la educación exclusivamente intelectual del
colegio, debilitan y perjudican el organismo infantil, la formación del
individuo dirigida a cultivar y desarrollar su intelecto en equilibrio
armonioso con su centro emocional y su voluntad, actúa fortaleciendo la
relación entre el cuerpo y el alma y acrecienta con ello la resistencia
del organismo contra las tendencias patológicas.
No se ha reconocido aún
lo suficiente la benéfica influencia que desempeña a este respecto, por
ejemplo, la euritmia, adaptada al organismo en desarrollo y cuya
aplicación es ya posible en la edad preescolar.
Nos limitamos aquí al ejemplo del sarampión y la escarlatina para
exponer el sentido oculto de las enfermedades infantiles.
Aquél que
comprenda el encadenamiento fundamental aprenderá a ver los maravillosos
procesos de la fiebre con otros ojos.
Los observará con esmero y
atención, pero ya no tratará de intervenir prematuramente y de manera
abrupta en el curso de la curación partiendo de estrechos temores.
El
lugar del temor lo ocupará la admiración hacia estos sabios procesos de
la naturaleza, así como la confianza en las fuerzas vivas de cada ser
humano en desarrollo, que está tratando de abrirse paso hacia su
corporeidad de las más variadas e individuales maneras.
Artículo publicado en Perceval - Revista Espiritual de Occidente Nº 4 - Editorial Antroposófica
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