Todavía hoy recuerdo con claridad el paño rojo sobre la lámpara. A pesar
de haber transcurrido más de 40 años desde mi sarampión, aún persisten
imágenes nítidas de aquellos momentos. Estar transitando una enfermedad
eruptiva en aquella época era todo un acontecimiento en el que se
mezclaban momentos de fastidio por la enfermedad y otros esperados como
la visita de las tías que siempre traían revistas nuevas o algún
juguete.
Por aquellos años no teníamos televisor, y cuando me sentía mejor y ya
había leído todas las revistas, ejercitaba mi imaginación con las
manchas de humedad de la pared.
Todas estas vivencias formaron parte de mi infancia, siempre bajo la
figura tranquilizadora de mamá, quien pacientemente alargaba los
pantalones después de cada fiebre, porque en aquella época la fiebre y
las enfermedades eruptivas eran parte de la infancia de todos los niños.
Hoy, en el siglo XXI, parecería que los progresos científicos de las
ultimas décadas, que permitieron evitar el padecimiento de ciertas
enfermedades a través de las vacunas, han producido una nueva
clasificación de las mismas y, con una visión estrecha, se podría
concluir que si es posible evitarlas es porque son malas y sus
complicaciones más graves de lo que parecen. En esta línea de
pensamiento se tiende a combatir los síntomas naturales de defensa del
organismo como si fueran la verdadera enfermedad, por ejemplo la fiebre.
Como padres, nada nos genera más angustia que ver a un hijo enfermo. Ver
a nuestro pequeño en aparente estado de indefensión debiendo soportar
el trance de la infección hace que nos invada un sentimiento de
impotencia y, si pudiéramos, seriamos capaces de tomar su lugar para
evitarle el sufrimiento.
Ante este cuadro muchos padres, presionados por el miedo e influenciados
por la costumbre de eliminar los síntomas, tratan desesperadamente de
bajarle la fiebre al niño a cualquier precio y le practican baños de
agua fría, compresas heladas y utilizan medicamentos antitérmicos, a
veces más de uno y en altas dosis, para asegurarse que la temperatura se
normalice lo mas rápido posible.
Así, en la desesperación, eliminan la primera respuesta efectiva del
organismo ante la infección, como si a ese pequeño que está intentando
balbucear sus primeras palabras lo hicieran callar violentamente.
Debemos comprender que la fiebre es un mecanismo inicial de respuesta,
común a todas las infecciones, que permite defenderse al organismo
mientras comienza a organizarse la respuesta específica de los
anticuerpos que a veces puede tardar varios días en ser efectiva. La
ciencia ha comprobado en trabajos de investigación que por cada grado de
elevación de la temperatura corporal la replicación viral disminuye
exponencialmente.
Para la medicina de concepción antroposófica las enfermedades infantiles
acompañadas de fiebre cumplen un rol fundamental en el desarrollo del
niño. El desafío de tener que enfrentarse a organismos ajenos a su
individualidad obligan al niño a ejercer acciones de defensa en las que
interviene su Yo a través de una voluntad orgánica que no es consciente
pero que fortalece y afianza la Voluntad (consciente) en cada triunfo
sobre la enfermedad, preparándolo para los desafíos y dificultades que
se le presentarán en la vida futura.
En la lucha contra las enfermedades infecciosas, se activan procesos en
el cuerpo, como la fiebre y la inflamación, que producen destrucción y
eliminación de proteínas. Este hecho representa para el niño la
oportunidad de renovar su constitución corporal formada a partir de las
proteínas que aportaron sus padres en la concepción, y así construir su
cuerpo con nuevas proteínas que posean un exclusivo sello propio. Por lo
tanto, un niño con sus procesos febriles cambia sus proteínas y llega a
los 7 años con un cuerpo renovado, totalmente adecuado a esa
personalidad única e irrepetible.
Si miramos al Ser Humano desde la visión antroposófica, en su
estructuración cuaternaria, con un Cuerpo Físico o térreo, con un Cuerpo
Vital o acuoso, con un Cuerpo Astral o cuerpo de sensaciones
sustentando en el organismo aéreo y un Espíritu u Organización para el
Yo manifestado en el organismo calórico, comprenderemos mejor la acción
del Yo en la fiebre, como también la participación de éste en el sistema
inmunológico que representa lo más elevado de nuestra individualidad
corporal, capaz de discernir eficientemente lo que es propio de lo que
es ajeno. Si consideramos los procesos febriles en toda su magnitud y
actuáramos respetándolos como hechos naturales con consecuencias
trascendentes estaríamos contribuyendo al desarrollo adecuado de
nuestros hijos.
La práctica médica diaria nos muestra que los niños de los últimos años
poseen menos defensas naturales; bastaría comparar el recuento de
glóbulos blancos de niños sanos actuales con registros de hace 20 años y
veremos una marcada disminución en los primeros.
Vivir en la sociedad del siglo XXI implica gozar de grandes beneficios
pero también resignar ciertas libertades. Por un lado, el desarrollo
tecnológico nos permitió mejorar cada vez más la calidad de vida y
extender las expectativas de vida. Por otro lado, estamos obligados a
vivir en un ambiente cada vez más artificial y contaminado, además
debemos cumplir con programas de vacunación obligatorios para nuestros
hijos que los privan de la posibilidad de contraer las enfermedades
infantiles habituales que representaban un antes y un después en su
desarrollo.
Debemos considerar también el tipo de alimentación que podemos ofrecer,
con frutas y hortalizas, carnes y cereales tratados para su
conservación, con lo que se pierde muchas veces la condición de producto
fresco. Hasta la leche, el clásico alimento de los niños, se
comercializa esterilizada (libre de bacterias); y si pretendemos
aportarles lactobacilos debemos comprarlos por separado en yogures y
alimentos probióticos que están adicionados con edulcorantes y
conservantes químicos. De esta manera, reducimos drásticamente el
ingreso al organismo de pequeñas cantidades de bacterias contenidas en
los alimentos naturales que son útiles para estimular las defensas a
través del intestino.
Si a ese panorama sumamos el abandono precoz de la lactancia materna y
el ingreso temprano de bebes muy pequeños a los jardines maternales,
exponiéndolos así a infecciones virales frecuentes antes de que estén
capacitados para defenderse, obtendremos como resultado a niños
inmunológicamente débiles con una muy aumentada probabilidad de padecer
enfermedades alérgicas, asma y enfermedades autoinmunes, siendo también
más propensos al cáncer durante la vida adulta.
Para quienes vivimos en la ciudad resulta casi imposible escapar de esta
realidad, entonces debemos tratar de reducir los impactos negativos
sobre la inmunidad de nuestros hijos con acciones simples pero
concretas. Por ejemplo:
- Ofrecer una alimentación lo más natural posible, eligiendo alimentos frescos y si es posible orgánicos; con un mínimo contenido de aditivos. Recomendamos leer la composición de los alimentos envasados.
- Prolongar la lactancia materna hasta mas allá del año de vida.
- Desalentar el consumo de golosinas, jugos artificiales y comida chatarra.
- Retrasar el ingreso de niños muy pequeños a jardines maternales.
- Respetar la evolución natural de las enfermedades febriles evitando el uso de antitérmicos, dando así al organismo la posibilidad de crear defensas adecuadas.
- Evitar el uso indiscriminado de antibióticos; recordemos que más del 90 % de las enfermedades infantiles son virales y no son necesarios.
- Evitar la aplicación de vacunas fuera de las estrictamente obligatorias. Reclamar al medico la aplicación de toda nueva vacuna que aparece es distraer la inmunidad del niño, y en algunos casos, quitarle la oportunidad de padecer enfermedades benignas en la infancia que pueden ser graves en el adulto. Ninguna nueva vacuna garantiza inmunidad de por vida; por lo tanto, si evitamos un padecimiento para el cual está preparado en la infancia lo desprotegeremos en la vida adulta. La única inmunidad duradera es la que se adquiere con la enfermedad.
- Estimular las actividades que impliquen contacto con la naturaleza, evitar la vida sedentaria moderando el tiempo de exposición ante computadoras y televisores.
- No fomentar las actividades intelectuales en niños pequeños, ya que desgastan la vitalidad que necesitan para sus defensas y su crecimiento.
Sabemos que podemos considerar muchas medidas más, pero si comenzamos a
poner en practica las que están a nuestro alcance, estaremos orientando
ya a nuestros hijos hacia un futuro más saludable.
Miguel Ángel Fernández (médico pediatra de orientación antroposófica)
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