..................................Cambiando Paradigmas .... Psicóloga. Verónica D. Montes ................
martes, 18 de junio de 2013
los adictos al azúcar ... necesidad de ser amados
El azúcar refinado es una forma cristalina, de
manera que los adictos a ella pueden vibrar especialmente con los
cristales, siendo el cuarzo transparente especialmente útil. Sin
embargo, el cuarzo rosa es la piedra principal del chakra cardiaco , ten cerca un cuarzo rosa, medita con èl, duerme cerca de un cuarzo rosa.
Cuando no eras más que un brillo en los ojos de tus padres
«cuando no eras más que un brillo en los ojos de tus padres»
Las investigaciones revelan que los padres actúan como ingenieros
genéticos con sus hijos durante los meses previos a la concepción. En
las etapas finales de la maduración del óvulo y del espermatozoide, se
ajusta la actividad de los grupos de genes específicos que darán forma
al niño que está por nacer mediante un proceso llamado «impresión
genómica», los acontecimientos de la vida de los padres influyen en la
mente y el cuerpo de su hijo.
Las madres y los padres son
responsables de la concepción y del embarazo, aun cuando sea la madre
quien lleva al hijo en su vientre.
Las culturas originarias conocen la influencia del ambiente en la
concepción desde hace milenios. Antes de concebir un hijo, las parejas
purifican mente y cuerpo en un rito ceremonial.
La esencia de
la paternidad responsable es que tanto las madres como los padres se
responsabilicen de educar niños sanos, inteligentes, productivos y
llenos de alegría. Claro está que no podemos culpamos, y tampoco a
nuestros padres, por los fracasos de nuestra vida o de la vida de
nuestros hijos.
La ciencia concentra nuestra atención en el
determinismo genético y no nos informa de la influencia que las
creencias tienen en la vida ni, lo que es más importante, de cómo
influyen nuestros comportamientos y actitudes en la vida de nuestros
hijos.
La información adquirida mediante la percepción paterna del
entorno se transmite a través de la placenta y orienta la fisiología
fetal para que el niño pueda enfrentarse de un modo más eficaz a las
necesidades futuras que encontrará tras su nacimiento.
«Eres
personalmente responsable de todo lo que te ocurre en la vida una vez
que eres consciente de que eres personalmente responsable de todo lo que
te ocurre en la vida».
(fragmento del libro La Biología de la Creencia )
sábado, 15 de junio de 2013
El aprendizaje social y emocional, las habilidades para la vida
Estamos privando a niños y jóvenes de un desarrollo óptimo cuando no les damos
oportunidades de aprendizaje social y emocional.
René Diekstra
Elsa Punset:
Entonces, si tantos datos confirman que las habilidades sociales y emocionales son importantísimas para los niños en todos los ámbitos: el empleo, sus relaciones con otros,su salud mental y física, ¿por qué todas las escuelas no los ponen en práctica de la misma forma que enseñan matemáticas?, ¿por qué no enseñan otras habilidades ?
René Diekstra:
La mayoría de las escuelas no lo hacen de forma sistemática. No tienen tiempo ni apoyo ni financiación, pero lo más importante es que no saben cómo hacerlo. No se les ha asesorado respecto a cómo hacerlo de la mejor forma posible.
Un niño que conoce y sabe gestionar sus emociones no solo tendrá mejores resultados académicos, sino que estará más preparado para el mundo laboral. Uno de los grandes descubrimientos de las últimas décadas es que se pueden educar las emociones y el comportamiento. Mediante programas probados científicamente, es posible desarrollar lo que llaman habilidades para la vida, es decir, una serie de destrezas en el ámbito social, emocional y ético, que complementan y optimizan las habilidades cognitivas e intelectuales.
En este capítulo de Redes, Elsa Punset
charla con el psicólogo y experto en educación emocional Rene Diekstra,
con quien veremos en qué situación se encuentra actualmente el
aprendizaje de esta disciplina y qué ventajas concretas tiene en el
desarrollo de niños y jóvenes.
Las rabietas y el llanto de los niños
Está
muy extendida la teoría de que a los niños (2 o 3 años) hay que
dejarlos solos cuando tienen una rabieta.
Claro, en la versión progre”
del tema se dice que al niño se le deja desahogarse, pero el resultado
es el mismo (le dejas solo y llorando) que en la versión tradicional:
“no es más que teatro, así que hay que quitarle el público”,
o en la
conductista:
“aislado en tiempo de exclusión hasta que aprenda a
comportarse como es debido”.
Quizás parte del éxito de algunas de las teorías de “dejar llorar” viene de una confusión semántica: “no dejar llorar” frente a “no dejar llorar”.
Quizás parte del éxito de algunas de las teorías de “dejar llorar” viene de una confusión semántica: “no dejar llorar” frente a “no dejar llorar”.
Me explico. Cuando yo digo que no hay que dejar llorar a un
niño lo que estoy diciendo es que los padres no tienen que hacer una
actividad denominada “dejar llorar”, actividad que consiste en pasar de
un niño que llora y no hacerle caso. Yo no estoy prohibiendo nada al
niño, en todo caso estoy “prohibiendo” a los padres que le “dejen
llorar”. En cambio algunas personas lo que dicen es algo muy distinto,
que el niño no debe hacer una actividad denominada “llorar”, que los
padres deben impedírselo, prohibírselo, incluso castigarlo por ello.
Eso, claro, me parece una barbaridad.
Es una actitud mucho más extendida de lo que parece. Miles de veces, en vez de intentar consolar de forma adecuada a un niño (cogiéndolo en brazos, o dándole teta, o preguntándole qué le pasa, o diciendo “pobrecito, qué pupa más grande” o “sana sana culito de rana” o reconociendo el problema “sí, qué rabia, tenemos que irnos del parque porque es muy tarde, menos mal que mañana podremos volver…”), se le dicen con la mejor de las intenciones cosas como “no llores, que te pones muy feo”, o “qué vergüenza, un niño tan grande y llorando”, o “no llores, que los niños valientes no lloran”, o “no llores que pareces una nena” o “me duele la cabeza de oírte llorar”, o “este señor se va a enfadar si lloras”, o “cállate de una vez”, o “me tienes harto con tus llantos”.
Todos estos son ejemplos, unos más suaves y otros más bestias, de “no dejar llorar”. Claro, a todos se nos ha escapado alguna vez, y por una vez no tiene importancia; pero imagínense lo que es que cada vez que lloras, sea cual sea el motivo, te digan que te pones feo.
Es una actitud mucho más extendida de lo que parece. Miles de veces, en vez de intentar consolar de forma adecuada a un niño (cogiéndolo en brazos, o dándole teta, o preguntándole qué le pasa, o diciendo “pobrecito, qué pupa más grande” o “sana sana culito de rana” o reconociendo el problema “sí, qué rabia, tenemos que irnos del parque porque es muy tarde, menos mal que mañana podremos volver…”), se le dicen con la mejor de las intenciones cosas como “no llores, que te pones muy feo”, o “qué vergüenza, un niño tan grande y llorando”, o “no llores, que los niños valientes no lloran”, o “no llores que pareces una nena” o “me duele la cabeza de oírte llorar”, o “este señor se va a enfadar si lloras”, o “cállate de una vez”, o “me tienes harto con tus llantos”.
Todos estos son ejemplos, unos más suaves y otros más bestias, de “no dejar llorar”. Claro, a todos se nos ha escapado alguna vez, y por una vez no tiene importancia; pero imagínense lo que es que cada vez que lloras, sea cual sea el motivo, te digan que te pones feo.
¿Qué va a sentir,
cuando sea mayor, una persona educada así?
¿Qué comprensión, qué
empatía, podrá sentir por el dolor ajeno, por el llanto de sus propios
hijos?
Le estamos diciendo que la belleza es el valor supremo, y que uno
tiene incluso que reprimir sus propios sentimientos para poder ser
“guapo” y por tanto aceptado socialmente.
Lo mismo que, cuando dejamos solo a un niño con una rabieta, cuando deliberadamente nos vamos de la habitación, o lo enviamos sólo a una habitación, le estamos enseñando que el dolor no es socialmente aceptable, que una persona bien educada no “se deja llevar” por sus sentimientos en público.
Otra cosa sería un niño mayor (o adolescente) que deliberadamente se va a llorar solo. También hay que demostrarle que tiene derecho a aislarse, si eso es lo que desea. No salgas corriendo detrás, no le digas que “es de mala educación” y que “no puede levantarse de la mesa”… pero puedes, al cabo de un tiempo prudencial, acercarte, decir algo, y seguir o retirarte según su respuesta.
Lo mismo que, cuando dejamos solo a un niño con una rabieta, cuando deliberadamente nos vamos de la habitación, o lo enviamos sólo a una habitación, le estamos enseñando que el dolor no es socialmente aceptable, que una persona bien educada no “se deja llevar” por sus sentimientos en público.
Otra cosa sería un niño mayor (o adolescente) que deliberadamente se va a llorar solo. También hay que demostrarle que tiene derecho a aislarse, si eso es lo que desea. No salgas corriendo detrás, no le digas que “es de mala educación” y que “no puede levantarse de la mesa”… pero puedes, al cabo de un tiempo prudencial, acercarte, decir algo, y seguir o retirarte según su respuesta.
Cuando mis hijos tenían rabietas, lo
probaba todo. Es cierto que en algunos casos parece que no quieran ser
consolados: si les hablas o les preguntas, lloran aún más fuerte o te
insultan, si intentas cogerles en brazos se resisten y patalean, si les
tocas te pegan. En esas circunstancias, es muy humano sentir la
tentación de decir:
“¿Y encima me pegas? ¡Pues me voy y te j….! ¡Yo no
tengo por qué aguantar esto!”
Sentimiento que muchos intentarán
racionalizar (pues la capacidad del ser humano para engañarse así mismo
parece ser aún mayor que su capacidad para dejarse engañar por otros)
con argumentos como “es mejor que se desahogue” o “no es un castigo, es
aplicar las consecuencias lógicas, debe aprender que si insulta y pega
nadie querrá estar con él”. Es muy humano reaccionar así, pero ¿no es un
poco “infantil”?
¿No debería un adulto, que encima es padre, tener más
herramientas que un niño de tres años para canalizar la ira y para
mantener la compostura en situaciones difíciles?
Es un poco como si hubiera un individuo de pie en una cornisa, amenazando con tirarse de un octavo piso, diciendo a los bomberos: “si se acercan, me tiro”, y los bomberos dijeran, “bueno, hemos hecho lo que hemos podido; si se pone en plan imbécil no tenemos por qué aguantarle las impertinencias” y se fueran.
Supongo que cada niño es distinto, y que cada familia encontrará su propia estrategia. A nosotros nos iba muy bien, en las rabietas más terribles, alejarnos un poco y ponernos a hablar del niño en voz alta: “¿Sabes, Mamá, que ayer llevé a María a ver a Abuela? - ¿Ah, sí, fuisteis a ver a Abuela? - Si, y María estuvo ayudando a Abuela a preparar un pastel - ¿María ya sabe cocinar? - Sí, lo hizo muy bien, dijo Abuela que nunca había quedado la masa tan bien revuelta, sin ningún grumo de harina…” A medida que vamos hablando, notamos como María deja de llorar para poder oír mejor. “¿Y con qué hicieron la masa del pastel? - Pues con harina, leche, huevos, levadura, y… a ver si me acuerdo, había otra cosa…” Y de pronto María interviene: “-Y limón rallado, lo rallé yo”.
Es un poco como si hubiera un individuo de pie en una cornisa, amenazando con tirarse de un octavo piso, diciendo a los bomberos: “si se acercan, me tiro”, y los bomberos dijeran, “bueno, hemos hecho lo que hemos podido; si se pone en plan imbécil no tenemos por qué aguantarle las impertinencias” y se fueran.
Supongo que cada niño es distinto, y que cada familia encontrará su propia estrategia. A nosotros nos iba muy bien, en las rabietas más terribles, alejarnos un poco y ponernos a hablar del niño en voz alta: “¿Sabes, Mamá, que ayer llevé a María a ver a Abuela? - ¿Ah, sí, fuisteis a ver a Abuela? - Si, y María estuvo ayudando a Abuela a preparar un pastel - ¿María ya sabe cocinar? - Sí, lo hizo muy bien, dijo Abuela que nunca había quedado la masa tan bien revuelta, sin ningún grumo de harina…” A medida que vamos hablando, notamos como María deja de llorar para poder oír mejor. “¿Y con qué hicieron la masa del pastel? - Pues con harina, leche, huevos, levadura, y… a ver si me acuerdo, había otra cosa…” Y de pronto María interviene: “-Y limón rallado, lo rallé yo”.
A partir de ahí, la rabieta puede darse por
concluida, siempre y cuando los padres sigan disimulando un rato y
eviten la mezquina tentación de vengarse: “Ah, conque ahora hablas, creí
que sólo sabías llorar”, o “No me interesa lo que digas, si tú no me
querías oír a mí, yo tampoco te quiero oír a ti”, o “Ahora que has
dejado de llorar, ¿me puedes explicar qué te pasaba?”…
Es asombroso la cantidad de padres que sienten (sentimos) la ridícula necesidad de decir la última palabra, de ajustar cuentas, de dejar bien claro quién se ha portado mal y quién se ha portado bien, la necesidad no sólo de vencer, sino de humillar al vencido.
Es asombroso la cantidad de padres que sienten (sentimos) la ridícula necesidad de decir la última palabra, de ajustar cuentas, de dejar bien claro quién se ha portado mal y quién se ha portado bien, la necesidad no sólo de vencer, sino de humillar al vencido.
Que el mentiroso
confiese, que el culpable pida perdón, que el desobediente obedezca…
Supongo que son frustraciones sin resolver de nuestra propia infancia,
que nos creemos con derecho a exigir de nuestros hijos absoluta sumisión
porque sabemos que jamás la obtendremos ni de nuestros padres, ni de
nuestro cónyuge, ni de nuestros amigos, ni de nuestros jefes, ni de
nuestros subordinados, ni del gobierno…
por Carlos Gonzalez ( pediatra)
domingo, 19 de mayo de 2013
El proceso febril en la infancia desde la medicina antroposofica
Lo que durante generaciones fue natural para toda madre, hoy es inaudito
Uno de los síntomas más alarmantes, que delatan el distanciamiento de la
naturaleza por el que atraviesa el hombre de nuestra época es el que,
de día en día, va perdiendo más el sentido necesario para interpretar
los hechos fundamentales de la vida, o sea, para comprender la relación
que existe entre la salud y la enfermedad. Se encuentra desamparado ante
los procesos de su propio organismo, al haber disminuido su instinto de
discriminación entre lo saludable y lo nocivo.
Tanto es así que, hoy en
día la mayoría de la gente sólo ve en la enfermedad un suceso molesto, y
con frecuencia hasta peligroso, que debe eliminarse cuanto antes,
preferentemente empleando vacunas preventivas, o bien con medicamentos
de efectos radicales, aún cuando sólo se trate de una inofensiva fiebre
catarral. Aquello que durante generaciones ha sido evidente y natural
para toda madre, al hombre de nuestro tiempo le parece un concepto
totalmente nuevo e inaudito.
Nos referimos al hecho de que toda
enfermedad propiamente dicha, o bien sus síntomas de carácter
secundario, como la fiebre, puede tener como motivo un fin oculto de
vital trascendencia para el desarrollo físico y anímico del individuo.
El miedo a la fiebre
Especialmente en el caso de las enfermedades infantiles los padres,
conscientes de su responsabilidad y en su afán de velar por un ser
indefenso y dependiente de la ayuda de sus semejantes, ven con angustia y
espanto los aspectos, al parecer sólo negativos y peligrosos, de las
enfermedades.
Muchos padres, ignorando la relación de los hechos
fundamentales entre sí, exigen del médico que elimine la fiebre con la
mayor rapidez posible y algunos, neciamente, incluso juzgan la aptitud
de aquel en función de la velocidad con que logre reducirla o
extinguirla.
Esta actitud tiene su origen en la falsa suposición de que
la fiebre es una enfermedad en sí misma.
En efecto, hoy en día el mercado ofrece numerosos medicamentos por medio
de los cuales el médico está en condiciones de disminuir, e incluso
eliminar la fiebre en el término de pocas horas. Pero, lamentablemente,
se le presta muy poca atención al hecho de que se hace cada día más
necesario poner en el mercado nuevas "drogas prodigiosas" más potentes,
debido a que las anteriores dejan de surtir efecto.
Sin embargo parece
ser que la relación "drogas peligrosas-eliminación de la
fiebre-curación" carece de fundamento. A qué se debe, si no, el que a
pesar de todo los médicos cada día tengan más trabajo y los hospitales
no den abasto? Sin duda alguna, gran número de enfermedades en estado
agudo pierden rápidamente su carácter violento gracias a esa clase de
medicamentos, pero después de estos tratamientos se ve con frecuencia
que el paciente no ha sanado en la verdadera acepción de la palabra -no
se restablece del todo- aquejándole, a veces muy pronto, otro tipo de
trastornos, pues los anteriores no han sido curados realmente, sino sólo
tratados sintomáticamente, es decir, reprimidos.
El motivo de que se presenten más y más enfermedades sin estados
febriles, tal como se observa hoy en día, no residirá quizás en que el
hombre ha perdido el hábito de generar la "fiebre curativa" a raíz del
empleo de medicamentos violentos?
Sea como fuere, es un hecho
indiscutible que el hombre civilizado apenas conoce en la actualidad la
sensación de disfrutar de plena salud, se encuentra en un continuo
estado de "suspenso" entre una especie de "semienfermedad" y
"semisalud".
Hasta hace poco esta evolución se había limitado a los adultos.
Sin
embargo, es de lamentar que los "éxitos" médicos descritos se vayan
extendiendo paulatinamente a grupos de individuos de edades cada vez
menores, es decir, a escolares e incluso a párvulos y lactantes.
Hay
actualmente niños de dos o tres años que no responden a estos
tratamientos, debido a que han tenido ya amplio contacto con los
antibióticos existentes, y como los diversos gérmenes se han ido
haciendo resistentes a tales medicamentos, la fiebre no se deja
reprimir.
Cada dos o tres semanas vuelven a presentar alguna enfermedad
febril aguda. En ese momento se puede percibir la desesperada vehemencia
con la que el niño que ha nacido sano desea experimentar y hacerle
frente a una enfermedad, aunque sólo sea por una vez.
Ese niño está
vacunado contra todo, pero a pesar de ello, quiere ponerse a prueba a sí
mismo en una enfermedad, quiere que le dejen hacer uso de sus propias
capacidades curativas para fortalecer con ello su constitución.
Es obvio que en los casos de abuso de medicamentos nos encontramos ante
manifestaciones degenerativas de nuestra civilización, degeneraciones
que, por el momento, aún no constituyen normas. Pero tampoco cabe duda
de que estas tendencias van en ascenso, de que el número de esos
desdichados niños es ya enorme y de que seguirá en aumento.
Del sentido de la fiebre
En la historia de la Medicina probablemente no haya habido ningún gran
médico que no haya instruido a sus discípulos con gran énfasis en el
hecho de que la fiebre no es una enfermedad sino algo semejante a un
arma, de la que dispone y que produce el enfermo en su lucha contra la
enfermedad.
Para el médico que trata a sus pacientes aplicando
principios biológicos, este concepto es obvio y en los últimos tiempos
ha sido totalmente confirmado por la Medicina Académica. El profesor O.
Westphal de Friburgo, quien ha vuelto a investigar los procesos
febriles, dice al respecto:
"La fiebre es sólo uno de los síntomas de
una enfermedad. Hoy sabemos con toda certeza que la fiebre en sí es todo
lo contrario de una enfermedad, es decir, que la fiebre es parte de los
mecanismos de defensa del organismo contra las enfermedades
infecciosas."
Ya hemos destacado que se pueden presentar complicaciones y recaídas y,
ante todo, una convalescencia prolongada, a raíz de hacer desaparecer la
fiebre prematuramente, sin combatir la enfermedad en sí en forma
curativa.
Además, extinguiendo la fiebre antes de tiempo, el organismo,
con frecuencia, no genera inmunidad alguna contra esa determinada
afección, de modo que, por ejemplo, una escarlatina cortada con
antibióticos puede reincidir varias veces. Y es que el cometido real del
médico no debe consistir en mitigar la fiebre, sino que sus esfuerzos
deben dirigirse a la vigilancia de su evolución biológica, permitiéndole
ejercer su función de factor beneficioso.
Se sobrentiende que toda
enfermedad puede presentar una evolución grave. En esos casos la
naturaleza del tipo de fiebre pone en manos del médico importantes
indicios para diagnosticar precozmente tales situaciones. Por lo tanto,
es necesario consultar al médico cuando se presenten temperaturas altas,
con el fin de que vigile el curso de la fiebre.
Sin embargo, es imprescindible que la persona que está al cuidado del
enfermo esté persuadida de la acción benéfica de la fiebre y sepa que
una potente reacción febril ayuda al paciente a restablecer la armonía
perdida entre los procesos que tienen lugar en su organismo.
La inquietud interior inherente al temor a la fiebre y sus
complicaciones, de las que quizás se haya oído hablar en alguna
oportunidad, se transmite lamentablemente con demasiada rapidez al
paciente, dificultando con ello los procesos de curación.
Estas consideraciones son aplicables muy en especial a los estados
febriles de los niños. Hay niños vigorosos que presentan temperaturas
hasta de 41 grados y a los dos o tres días están completamente sanos.
Los padres que tienen experiencia ya han aprendido a recibir con agrado
los estados de alta fiebre que acompañan a las afecciones agudas, como
la gripe, anginas, o las enfermedades infecciosas infantiles
?principalmente el sarampión y la escarlatina. Reconocen en ellos el
gran vigor con el que sus hijos se defienden de la enfermedad.
Igual que todas las crisis por las que se atraviesa en la vida, también
la fiebre viene frecuentemente acompañada de manifestaciones
desagradables. Puede causar una considerable afluencia sanguínea al
cerebro con dolores de cabeza bastante fuertes.
Se sobrentiende que, o
bien el médico o bien la madre, intentarán detraer la sangre de la
cabeza, ya sea con compresas frías en las pantorrillas, o poniéndole al
niño medias mojadas, o haciéndole lavados de agua tibia con vinagre.
También hay que tener en cuenta el hecho de que algunas enfermedades se
tornan sólo peligrosas cuando presentan alguna inflamación sin la alta
fiebre correspondiente.
La fiebre es, por consiguiente, una
exteriorización plena de sentido de la vitalidad del enfermo.
El sarampión
Los padres que observan con atención el desarrollo de sus hijos tienen
experiencia de que toda enfermedad infantil, siempre que se sobrelleve
de modo adecuado, redunda en beneficio del niño. En el sarampión es
donde se observa con mayor claridad. Un sarampión fuerte se presenta con
una especie de esponjamiento de la piel y las mucosas, lo que produce
constipado o catarro, conjuntivitis, tos con secreción de flemas y,
sobre todo, un ablandamiento de las facciones. Los rasgos se tornan
borrosos, de modo que a menudo se observa una transformación hacia una
fisonomía casi grotesca. Pero, una vez transcurridos dos o tres días, la
hinchazón desaparece y, tanto la fiebre como las manifestaciones
catarrales de ojos, nariz y bronquios, disminuyen. Paulatinamente, pero
siempre con mayor claridad, aparece una expresión hasta entonces
desconocida en el rostro del niño y, transcurrido un tiempo, a los
padres alertas les llama la atención que hasta el parecido al padre o a
la madre, que había tenido hasta entonces el niño, ha disminuido también
y que ha surgido un rostro nuevo de expresión más individual. Se
observan también otros cambios en el niño y desaparecen particularidades
y dificultades que se habían observado hasta entonces en su carácter.
Evidentemente el niño ha entrado en una nueva fase de su desarrollo.
Para expresarse con toda exactitud podría decirse: ?El niño ahora está
mejor encarnado: su cuerpo y su alma han llegado a una mejor
compenetración?.
Sólo es posible hallar una explicación más precisa para
estos sucesos si se profundiza en el estudio de la más íntima relación
entre los procesos que ocurren en el ser humano. Con ayuda del proceso
febril, el niño ha conseguido vencer ciertas características adoptadas
por transmisión hereditaria, logrando así encontrarse a sí mismo.
Su
propio ser, aquello que representa su propia personalidad, se ha
impuesto. -con la ayuda del sarampión y la cooperación de la fiebre-.
Con esto nos hemos acercado a la comprensión del verdadero sentido de
este tipo de enfermedades: el Yo del niño, es decir, su propio ser, que
actúa dentro de él mismo, hace uso del aumento de temperatura al que
nosotros llamamos fiebre para lograr su realización.
Es a través de esa
experiencia como consigue hacerse dueño y señor dentro de su propio
reino.
La fiebre escarlatina
Todavía no se reconoce suficientemente que en el organismo humano toda
manifestación fisiológica no es tan solo un fenómeno químico, sino que
simultáneamente, es también un instrumento de los procesos anímico ?
espirituales.
Esto queda demostrado brevemente en el ejemplo de la
fiebre escarlatina.
Cuando en su senda hacia una alta meta, que considera digna de esfuerzo,
al hombre se le presentan obstáculos difíciles de superar, a veces
exclama montando en cólera: "Estoy que exploto!"
Es decir, está que "se
sale de sus casillas", de su envoltura, en la que se siente aprisionado.
Su rostro enrojecido, la vena frontal hinchada, demuestran que su
conmoción se extiende también a todo su cuerpo físico.
Su energía
volitiva acumulada quizás se descargue dando un puñetazo en la mesa, y
así como en una exteriorización volitiva de esta especie los músculos
del brazo son los instrumentos de un alma con voluntad propia que se
levanta en cólera, así reside también, por ejemplo en la cavidad
muscular del corazón, o sea, en cada uno de sus latidos, la voluntad
espontánea de vivir que se genera en nuestra alma.
Sí, efectivamente
todo proceso térmico fisiológico generado en nuestro cuerpo es un
transmitir de las fuerzas ocultas espontáneas de nuestro ser espiritual y
anímico, siempre y cuando disponga de carácter volitivo.
El calor es el
portal a través del cual nuestra voluntad de vivir, que tiene su origen
en el núcleo de nuestro ser, invade nuestro cuerpo, anidando en nuestro
mundo emocional.
Por eso no establecemos simplemente una comparación al darle a la fiebre
la denominación de cólera o ira orgánica, instintiva o espontánea.
En
realidad, cada uno de los procesos febriles es motivado por un
incremento de nuestra voluntad de vivir.
El enfermo de escarlatina se
libera literalmente de su "envoltura", de su piel enrojecida que
frecuentemente cae a jirones en un justificado ataque de ira y toma
posesión de su cuerpo, de esa corporeidad que puede oponerle más de un
obstáculo y más de una traba oculta a la ocupación del alma y del
espíritu.
Ese enfermo está tratando con vehemencia de poner en
consonancia con sus necesidades el "modelo" que le ha impuesto su
corriente hereditaria, ya que no siempre le viene bien. Precisamente una
enfermedad dramática como ésta nos ilustra sobre el motivo oculto
anímico-espiritual de la fiebre.
Por lo tanto, toda ingerencia violenta
en los procesos febriles representa al mismo tiempo un choque para el
ser espiritual del hombre, significa debilitar su voluntad de vivir.
La reincidencia de los perjuicios provocados al eliminar la fiebre de
manera inadecuada, en lugar de guiarla con inteligencia, ejerce,
especialmente en los organismos en desarrollo, una acción perniciosa
sobre la evolución de la personalidad, creando disposiciones a la
abulia, o sea, a debilitar la voluntad y a cohibir la iniciativa vital,
pudiendo llegar incluso a conducir a estados de melancolía y depresiones
en la edad madura.
Ocurre exactamente lo contrario con aquellos seres
humanos que, en su infancia, han logrado poner en consonancia su
individualidad con el "instrumento cuerpo" en formación, valiéndose de
los procesos patológicos que haya exigido el giro de su destino. Estos
seres seguirán siendo más sanos físicamente y más elásticos
anímicamente.
Con respecto al problema de las vacunaciones
Partiendo de lo expuesto, nos encontramos ante un nuevo aspecto de la
gran responsabilidad que debemos asumir al vacunar, sin reflexionar, a
nuestros niños contra todas clase de enfermedades infantiles.
Nuestro
concepto de que cada una de las enfermedades infantiles desempeña una
profunda misión en el destino evolutivo de la personalidad, demuestra
que el eliminar artificialmente las posibles enfermedades no es tan
beneficioso, y de ningún modo tiene aspectos tan positivos, como se
desea ver hoy en día.
Sin embargo, si con continuas vacunaciones
evitamos al organismo del niño la típica controversia con las
enfermedades infantiles, tan beneficiosa en la mayoría de los casos,
asumimos en pago -según Rudolf Steiner-, en nuestra función de médicos y
de educadores, la obligación de activar y armonizar las fuerzas
anímicas de nuestros niños con medidas pedagógicas adicionales, tal como
se hace por ejemplo en la pedagogía de las Escuelas Waldorf.
Por otra parte, el educador deberá tener conciencia de que toda medida
pedagógica provoca reacciones.
Así como, por ejemplo, los accesos de
cólera de un padre, o la educación exclusivamente intelectual del
colegio, debilitan y perjudican el organismo infantil, la formación del
individuo dirigida a cultivar y desarrollar su intelecto en equilibrio
armonioso con su centro emocional y su voluntad, actúa fortaleciendo la
relación entre el cuerpo y el alma y acrecienta con ello la resistencia
del organismo contra las tendencias patológicas.
No se ha reconocido aún
lo suficiente la benéfica influencia que desempeña a este respecto, por
ejemplo, la euritmia, adaptada al organismo en desarrollo y cuya
aplicación es ya posible en la edad preescolar.
Nos limitamos aquí al ejemplo del sarampión y la escarlatina para
exponer el sentido oculto de las enfermedades infantiles.
Aquél que
comprenda el encadenamiento fundamental aprenderá a ver los maravillosos
procesos de la fiebre con otros ojos.
Los observará con esmero y
atención, pero ya no tratará de intervenir prematuramente y de manera
abrupta en el curso de la curación partiendo de estrechos temores.
El
lugar del temor lo ocupará la admiración hacia estos sabios procesos de
la naturaleza, así como la confianza en las fuerzas vivas de cada ser
humano en desarrollo, que está tratando de abrirse paso hacia su
corporeidad de las más variadas e individuales maneras.
Artículo publicado en Perceval - Revista Espiritual de Occidente Nº 4 - Editorial Antroposófica
Las enfermedades en la infancia.. medicina antroposófica
Todavía hoy recuerdo con claridad el paño rojo sobre la lámpara. A pesar
de haber transcurrido más de 40 años desde mi sarampión, aún persisten
imágenes nítidas de aquellos momentos. Estar transitando una enfermedad
eruptiva en aquella época era todo un acontecimiento en el que se
mezclaban momentos de fastidio por la enfermedad y otros esperados como
la visita de las tías que siempre traían revistas nuevas o algún
juguete.
Por aquellos años no teníamos televisor, y cuando me sentía mejor y ya
había leído todas las revistas, ejercitaba mi imaginación con las
manchas de humedad de la pared.
Todas estas vivencias formaron parte de mi infancia, siempre bajo la
figura tranquilizadora de mamá, quien pacientemente alargaba los
pantalones después de cada fiebre, porque en aquella época la fiebre y
las enfermedades eruptivas eran parte de la infancia de todos los niños.
Hoy, en el siglo XXI, parecería que los progresos científicos de las
ultimas décadas, que permitieron evitar el padecimiento de ciertas
enfermedades a través de las vacunas, han producido una nueva
clasificación de las mismas y, con una visión estrecha, se podría
concluir que si es posible evitarlas es porque son malas y sus
complicaciones más graves de lo que parecen. En esta línea de
pensamiento se tiende a combatir los síntomas naturales de defensa del
organismo como si fueran la verdadera enfermedad, por ejemplo la fiebre.
Como padres, nada nos genera más angustia que ver a un hijo enfermo. Ver
a nuestro pequeño en aparente estado de indefensión debiendo soportar
el trance de la infección hace que nos invada un sentimiento de
impotencia y, si pudiéramos, seriamos capaces de tomar su lugar para
evitarle el sufrimiento.
Ante este cuadro muchos padres, presionados por el miedo e influenciados
por la costumbre de eliminar los síntomas, tratan desesperadamente de
bajarle la fiebre al niño a cualquier precio y le practican baños de
agua fría, compresas heladas y utilizan medicamentos antitérmicos, a
veces más de uno y en altas dosis, para asegurarse que la temperatura se
normalice lo mas rápido posible.
Así, en la desesperación, eliminan la primera respuesta efectiva del
organismo ante la infección, como si a ese pequeño que está intentando
balbucear sus primeras palabras lo hicieran callar violentamente.
Debemos comprender que la fiebre es un mecanismo inicial de respuesta,
común a todas las infecciones, que permite defenderse al organismo
mientras comienza a organizarse la respuesta específica de los
anticuerpos que a veces puede tardar varios días en ser efectiva. La
ciencia ha comprobado en trabajos de investigación que por cada grado de
elevación de la temperatura corporal la replicación viral disminuye
exponencialmente.
Para la medicina de concepción antroposófica las enfermedades infantiles
acompañadas de fiebre cumplen un rol fundamental en el desarrollo del
niño. El desafío de tener que enfrentarse a organismos ajenos a su
individualidad obligan al niño a ejercer acciones de defensa en las que
interviene su Yo a través de una voluntad orgánica que no es consciente
pero que fortalece y afianza la Voluntad (consciente) en cada triunfo
sobre la enfermedad, preparándolo para los desafíos y dificultades que
se le presentarán en la vida futura.
En la lucha contra las enfermedades infecciosas, se activan procesos en
el cuerpo, como la fiebre y la inflamación, que producen destrucción y
eliminación de proteínas. Este hecho representa para el niño la
oportunidad de renovar su constitución corporal formada a partir de las
proteínas que aportaron sus padres en la concepción, y así construir su
cuerpo con nuevas proteínas que posean un exclusivo sello propio. Por lo
tanto, un niño con sus procesos febriles cambia sus proteínas y llega a
los 7 años con un cuerpo renovado, totalmente adecuado a esa
personalidad única e irrepetible.
Si miramos al Ser Humano desde la visión antroposófica, en su
estructuración cuaternaria, con un Cuerpo Físico o térreo, con un Cuerpo
Vital o acuoso, con un Cuerpo Astral o cuerpo de sensaciones
sustentando en el organismo aéreo y un Espíritu u Organización para el
Yo manifestado en el organismo calórico, comprenderemos mejor la acción
del Yo en la fiebre, como también la participación de éste en el sistema
inmunológico que representa lo más elevado de nuestra individualidad
corporal, capaz de discernir eficientemente lo que es propio de lo que
es ajeno. Si consideramos los procesos febriles en toda su magnitud y
actuáramos respetándolos como hechos naturales con consecuencias
trascendentes estaríamos contribuyendo al desarrollo adecuado de
nuestros hijos.
La práctica médica diaria nos muestra que los niños de los últimos años
poseen menos defensas naturales; bastaría comparar el recuento de
glóbulos blancos de niños sanos actuales con registros de hace 20 años y
veremos una marcada disminución en los primeros.
Vivir en la sociedad del siglo XXI implica gozar de grandes beneficios
pero también resignar ciertas libertades. Por un lado, el desarrollo
tecnológico nos permitió mejorar cada vez más la calidad de vida y
extender las expectativas de vida. Por otro lado, estamos obligados a
vivir en un ambiente cada vez más artificial y contaminado, además
debemos cumplir con programas de vacunación obligatorios para nuestros
hijos que los privan de la posibilidad de contraer las enfermedades
infantiles habituales que representaban un antes y un después en su
desarrollo.
Debemos considerar también el tipo de alimentación que podemos ofrecer,
con frutas y hortalizas, carnes y cereales tratados para su
conservación, con lo que se pierde muchas veces la condición de producto
fresco. Hasta la leche, el clásico alimento de los niños, se
comercializa esterilizada (libre de bacterias); y si pretendemos
aportarles lactobacilos debemos comprarlos por separado en yogures y
alimentos probióticos que están adicionados con edulcorantes y
conservantes químicos. De esta manera, reducimos drásticamente el
ingreso al organismo de pequeñas cantidades de bacterias contenidas en
los alimentos naturales que son útiles para estimular las defensas a
través del intestino.
Si a ese panorama sumamos el abandono precoz de la lactancia materna y
el ingreso temprano de bebes muy pequeños a los jardines maternales,
exponiéndolos así a infecciones virales frecuentes antes de que estén
capacitados para defenderse, obtendremos como resultado a niños
inmunológicamente débiles con una muy aumentada probabilidad de padecer
enfermedades alérgicas, asma y enfermedades autoinmunes, siendo también
más propensos al cáncer durante la vida adulta.
Para quienes vivimos en la ciudad resulta casi imposible escapar de esta
realidad, entonces debemos tratar de reducir los impactos negativos
sobre la inmunidad de nuestros hijos con acciones simples pero
concretas. Por ejemplo:
- Ofrecer una alimentación lo más natural posible, eligiendo alimentos frescos y si es posible orgánicos; con un mínimo contenido de aditivos. Recomendamos leer la composición de los alimentos envasados.
- Prolongar la lactancia materna hasta mas allá del año de vida.
- Desalentar el consumo de golosinas, jugos artificiales y comida chatarra.
- Retrasar el ingreso de niños muy pequeños a jardines maternales.
- Respetar la evolución natural de las enfermedades febriles evitando el uso de antitérmicos, dando así al organismo la posibilidad de crear defensas adecuadas.
- Evitar el uso indiscriminado de antibióticos; recordemos que más del 90 % de las enfermedades infantiles son virales y no son necesarios.
- Evitar la aplicación de vacunas fuera de las estrictamente obligatorias. Reclamar al medico la aplicación de toda nueva vacuna que aparece es distraer la inmunidad del niño, y en algunos casos, quitarle la oportunidad de padecer enfermedades benignas en la infancia que pueden ser graves en el adulto. Ninguna nueva vacuna garantiza inmunidad de por vida; por lo tanto, si evitamos un padecimiento para el cual está preparado en la infancia lo desprotegeremos en la vida adulta. La única inmunidad duradera es la que se adquiere con la enfermedad.
- Estimular las actividades que impliquen contacto con la naturaleza, evitar la vida sedentaria moderando el tiempo de exposición ante computadoras y televisores.
- No fomentar las actividades intelectuales en niños pequeños, ya que desgastan la vitalidad que necesitan para sus defensas y su crecimiento.
Sabemos que podemos considerar muchas medidas más, pero si comenzamos a
poner en practica las que están a nuestro alcance, estaremos orientando
ya a nuestros hijos hacia un futuro más saludable.
Miguel Ángel Fernández (médico pediatra de orientación antroposófica)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)