..................................Cambiando Paradigmas .... Psicóloga. Verónica D. Montes ................

sábado, 9 de febrero de 2013

DEL AUTORITARISMO A LA PERMISIVIDAD

Hoy en día la forma habitual de relacionarse entre padres e hijos ya no es la estrictamente autoritaria, en el sentido tradicional en el que los padres imponían su punto de vista y el niño tenía que acatarlo sin discusión. 
Los padres eran dueños de hacer lo que consideraban oportuno con sus hijos, de la misma forma en que una mujer «pertenecía» a su marido. 
Las sociedades actuales han empezado a regular los derechos del niño porque crece la convicción de que tener hijos no implica la posesión de sus vidas y de sus mentes. Los padres y el Estado saben que tienen que tomar ciertas decisiones en nombre del niño no para adoctrinarlo, sino para dotarlo de herramientas que le permitan crecer desarrollando sus facultades en plenitud.
Aunque tradicionalmente no se tenían en cuenta como necesarias la paciencia, contención y amor que necesitan los niños, las investigaciones del psiquiatra Lloyd de Mause develan que cada generación adelanta poco a poco en este sentido: 
«La educación del niño se ha ido convirtiendo en un proceso que exige no tanto la
conquista de su voluntad como su entrenamiento». 

Los padres han adquirido de forma progresiva conciencia de la importancia de respetar no sólo las necesidades físicas del niño, sino también sus necesidades psicológicas y emocionales. 
Resulta ilustradora en este sentido la vida del psicoanalista inglés John Bowlby, cuya aportación a la comprensión del desarrollo de la afectividad infantil ha marcado generaciones posteriores de educadores y pensadores. 
Bowlby nació en Inglaterra en una familia de clase acomodada y, de acuerdo a las costumbres de su época y de su clase social, fue criado por una niñera. Generalmente el pequeño Bowlby solía ver a su madre una hora al día, después de la hora del té. Como muchas otras personas de su época, ella consideraba que la atención parental y el afecto eran peligrosos para el correcto desarrollo del niño. Cuando Bowlby cumplió 4 años su amada niñera dejó su empleo. Tiempo después Bowlby describió esa separación como algo tan trágico como la pérdida de una madre. A los 7 años ingresó en un internado, cuyos recuerdos dolorosos relató en sus posteriores escritos, como, por ejemplo, Separación: ansiedad y angustia. 
Estas experiencias traumáticas de niñez lo ayudaron a desarrollar una inusual empatía frente al sufrimiento emocional infantil.

El sentido patriarcal y autoritario de la educación también se tambalea a medida que la familia tradicional se disuelve y requiere, por tanto, una regulación externa.
Éste es un movimiento imparable a todas luces. ¿A qué responde? Probablemente tiene un impacto determinante en esta nueva conformación social y familiar un creciente deseo de felicidad personal perdurable que abarque nuestra vida entera. La vida se alarga y se crean así nuevas necesidades para los adultos, una vez agotada la fase de crianza básica del niño. Ya no se trata de vivir simplemente para superar los problemas propios de la supervivencia, sino de disfrutar de la vida. A veces este deseo existe en función de criterios individualistas, posiblemente egoístas, y choca con las necesidades de los demás. 
En este contexto social y familiar inestable resulta urgente dotar a las personas de herramientas emocionales sólidas, como por ejemplo el desarrollo de la empatía y de la responsabilidad, para ayudarles a tomar las decisiones más ecuánimes en cada momento.
Esta época de transición descoloca a muchas personas, porque desde el rechazo al autoritarismo muchos padres se han convertido en educadores permisivos
Esta posición permisiva suele responder al miedo de dañar al niño, fruto de la gran cantidad de información, a veces indiscriminada, que brota de todas partes: medios de comunicación, vecinos, amigos, familiares... 
Los estudios demuestran, sin embargo, que muchas creencias populares respecto a la educación de los hijos y de las relaciones humanas están sesgadas, cuando no equivocadas. La educación permisiva otorga una plataforma segura al niño, pero descoloca a los padres, que, temerosos y débiles, pierden su columna vertebral, aquella que sostiene su sentido de autoridad y que no debiera confundirse con el autoritarismo. 

En lugar de ayudar y de guiar al niño, los padres permisivos lo cargan con decisiones impropias de su edad. 
Entregan el poder de decisión a un niño inmaduro, que sufre las consecuencias del desconcierto de sus padres

 ¿Cuándo es aceptable la permisividad? 
El psicólogo Haim Ginott, autor de libros tan influyentes como Between Parent and Child, sugería que la permisividad es aceptable cuando implica respetar la naturaleza infantil de los niños: los niños prefieren correr a andar, se ensucian con facilidad y ponen caras divertidas frente al espejo. Si permitimos que los niños se comporten de la forma espontánea que les es inherente, les animamos a que expresen con mayor soltura y confianza sus emociones y sus pensamientos. 
La permisividad mal entendida significa, en cambio, que aceptamos actos indeseables, como por ejemplo comportamientos agresivos o destructivos. 
Este tipo de permisividad genera ansiedad y demandas cada vez menos razonables, que los padres, y más adelante la sociedad, no podrán conceder.

 La psicóloga Diana Baumrind detectó, en estudios llevados a cabo ya en la década de 1970, que los hijos de padres autoritarios tendían a ser conflictivos e irritables, mientras que los hijos de padres permisivos solían mostrar comportamientos impulsivos, con pocos recursos personales y baja capacidad para lograr sus metas.

Las investigaciones posteriores han confirmado estos patrones heredados. Si decimos a nuestros hijos qué deben sentir, les enseñamos a desconfiar de sus propios sentimientos. Todos los comportamientos no son aceptables, pero todas las emociones y los deseos lo son. 
Los padres deberían, por tanto, imponer ciertos límites sobre los comportamientos, pero no sobre las emociones y los deseos.
 
Existe una educación consciente, a medio camino entre el autoritarismo y la permisividad. 
La educación es cuestión de equilibrio, un equilibrio que se ha de buscar de forma constante porque todos los días no son iguales y las circunstancias cambian y oscilan, a veces sutilmente. En este equilibrio el niño tiene su propia vida emocional, sus preferencias, su lugar; y el adulto también. Es un camino de doble sentido entre todos los miembros de la familia: «Yo te respeto y tú me respetas». 
Lo que debe guiarnos no son reglas rígidas sino unos pocos criterios básicos que conocemos desde que somos capaces de estudiar las emociones: entre ellos destacan el amor incondicional, el desarrollo de la autoestima, enseñar al niño a responsabilizarse de sus actos y el respeto hacia las necesidades de los demás (basado en el desarrollo de la empatía).

Los hijos de padres que aplican estos criterios de inteligencia emocional muestran más disposición a ser cooperativos, enérgicos, sociables y capaces de alcanzar metas.
 
El aprendizaje de criterios educativos equilibrados y emocionalmente inteligentes por parte de los padres tiene una repercusión enorme sobre los hijos. Sabemos, por ejemplo, que los hijos de padres emocionalmente inteligentes suelen elegir amigos cuyos padres también son emocionalmente inteligentes. De esta forma nuestro estilo educativo tiene repercusiones incluso sobre los amigos que elijen nuestros hijos.
 
Explica John Gottman, catedrático de Psicología de la Universidad de Washington, que el primer paso que han de dar los padres para educar a sus hijos con inteligencia emocional es comprender su forma particular de enfrentarse a las emociones y el impacto que esto tiene sobre sus hijos.  

Básicamente los padres tienden a uno de cuatro estilos educativos: 
-despreciativo, 
-condenatorio, 
-no intervencionista o
-emocionalmente competente. 

Con los padres condenatorios o despreciativos los niños aprenden que sus sentimientos son inapropiados o no son válidos. Pueden llegar a creer que hay algo innato que está mal en ellos por cómo se sienten. 
Los padres no intervencionistas, en cambio, están llenos de empatía por sus hijos y les
aseguran continuamente, de acto y de palabra, que pase lo que pase, ellos lo aceptan. Pero no parecen capaces o dispuestos a enfrentarse a las emociones negativas. Esto puede infundir miedo a un niño pequeño porque no tiene la experiencia o el conocimiento para escapar del «agujero» de las emociones. Estos niños no aprenden, por tanto, a regular sus emociones; les cuesta concentrarse y mantener o formar amistades con los demás niños.
Los padres emocionalmente competentes, asegura Gottman, también aceptan de manera incondicional los sentimientos y las emociones de sus hijos. Sin embargo, a diferencia de los padres no intervencionistas, saben que las emociones pueden cumplir un papel útil en sus vidas. Valoran las emociones negativas de sus hijos como oportunidades para la intimidad emocional: escuchan, empatizan, ayudan al niño a definir sus emociones, ponen límites y enseñan tácticas de resolución de conflictos. Son sensibles a los estados emocionales del niño, aun cuando éstos sean sutiles. No se burlan de las emociones del niño ni le dicen cómo debería sentirse. Los hijos aprenden a confiar en sus sentimientos, a regular sus emociones y a resolver problemas.

La labor de los padres es alentar al niño para que desarrolle sus habilidades.
Existen diversos obstáculos en esta tarea, pensamientos que albergamos porque nos dijeron alguna vez que eran ciertos y no los cuestionamos; o porque creemos desear lo mejor para nuestros hijos y en función de nuestros temores intentamos convertirles en personas que no son. Las expectativas a veces nos impiden percibir quién es, realmente, la persona que tenemos a nuestro lado, niño o adulto. Si mantenemos nuestras expectativas abiertas, aceptaremos que los demás son seres independientes, que no nos pertenecen y que tienen su propio camino. Otro peligro en este sentido radica en la humillación. Humillamos a los demás cuando nos burlamos de ellos o cuando les decimos frecuentemente frases o coletillas en apariencia inofensivas:
«Eres un bobo», «Menudo despistado...». 
Las etiquetas son otro de los obstáculos que deben evitarse: «Eres torpe», o incluso etiquetas supuestamente positivas, como «¡Clarita es tan buena!», ayudan al niño a fijar de forma rígida su incipiente idea de quién es. 
Es fácil, por cierto, fijar los defectos del niño a través de las etiquetas. 
Lo evitaremos si mantenemos una mirada generosa sobre el otro y si eliminamos las palabras «jamás», o «nunca», porque éstas cierran todas las puertas a un posible cambio. 

Comparar a nuestros seres queridos con algo o con alguien también es negativo, porque implica que su valor varía según las circunstancias. 
En cuanto a la crítica constante, debilita el esfuerzo de las personas. Un esfuerzo grande puede arrojar un resultado pequeño, pero la persona que lo ha llevado a cabo merece respeto y apoyo. 
Todas estas trampas sutiles de la convivencia y la educación tienen consecuencias dañinas y duraderas para el desarrollo emocional de aquellos que nos rodean, tanto niños como adultos, y conviene que seamos conscientes de ellas para desterrarlas de nuestra forma de relacionarnos con los demás.

Elsa Punset



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