..................................Cambiando Paradigmas .... Psicóloga. Verónica D. Montes ................

sábado, 9 de febrero de 2013

LOS LADRILLOS EMOCIONALES DEL HOGAR

Un HOGAR se construye a partes iguales con ladrillos de barro y con emociones. 
La calidad de los materiales constructivos de nuestro hogar, sin embargo, no es ni mucho menos tan determinante en nuestra tasa de felicidad como los recursos emocionales de quienes lo habitan. 
Nuestra mente nos permite comprender el mundo de forma racional. Nuestras emociones, en cambio, determinan cómo sentimos el mundo, consciente e inconscientemente. 
Si nuestras emociones están reprimidas o son sobre todo negativas, así sentiremos el mundo: frustrante y negativo. 
Aunque nuestra cultura nos dice que la vida es lo que pensamos que somos, en realidad la vida trata acerca de lo que sentimos que somos. En el fondo instintivo y profundo de nuestro ser no pensamos, sentimos. Estamos hechos de emociones.
Elegimos cuidadosamente las telas y los materiales de nuestras casas, pero no solemos considerar con detenimiento los criterios básicos de convivencia necesarios para disfrutar de un hogar acogedor, un continente seguro que ofrezca amparo a los miembros de la familia y que permita a cada uno desarrollarse de acuerdo a sus necesidades. 
Nos dan las llaves del piso y nos instalamos sin haber elegido los mimbres emocionales que conforman un verdadero hogar. Dejamos lo más importante al azar.
Sin embargo, cuando elegimos pareja y formamos nuestro hogar quisiéramos por encima de todo evitar aquellas trampas de la convivencia que hemos observado en las casas de algunos amigos o en el hogar de nuestros propios padres. Tenemos grabadas en la mente las imágenes de alguna amiga, antaño íntima, que ahora discute con su pareja por cualquier motivo. Hace tiempo que ya no hablan del viaje que querían hacer a Roma o de la búsqueda del trabajo que les haría más felices. Los años han agriado su convivencia y su hijo de 3 años campa a sus anchas por una casa que se ha tornado inhóspita para los amigos. Si miramos hacia el pasado, las escenas no suelen ser mucho más alentadoras. Como la casa de Marta el hogar de nuestros padres encerró sus propias dosis, sutiles o descaradas, de dolor, traición y resignación. Y nos prometimos, antes de formar nuestro propio hogar, evitar las trampas de la convivencia y del desencuentro. Pocos lo logran. Aun con la mejor
voluntad, la rutina y el estrés diario crean un caldo de cultivo en el que surgen el resentimiento y el reproche. El tiempo va generando pequeños rencores y desencuentros que parecen acumularse de forma imperceptible. Resulta difícil aceptar que la vida no es exactamente, o ni siquiera de forma remota, lo que habíamos esperado. 
Es muy tentador achacar nuestras decepciones y expectativas defraudadas a los que nos rodean. Con el paso del tiempo ellos son los culpables de nuestro dolor, o al menos, no hicieron todo lo que pudieron por ayudarnos a vivir mejor. No nos quisieron lo suficiente. Son las semillas del desamor.

La convivencia armoniosa, a pesar de la buena voluntad, no surge de forma espontánea e instintiva. El esfuerzo de todos parece centrarse en controlar las emociones negativas en vez de generar emociones positivas. 
Pocos parecen conseguir de forma instintiva ese hogar seguro y estable donde los miembros de la familia se aceptan incondicionalmente, son sinceros los unos con los otros sin herirse y no culpan a los demás por sus fracasos y sus penas. Donde uno puede sentirse mal sin sentirse culpable. Donde hay tiempo suficiente para escucharse y recursos emocionales para comprenderse y apoyarse. 
¿Cómo lograrlo?
Las relaciones humanas no son fáciles. Como demuestra la cifra de divorcios de segundos matrimonios —hasta un 80 por ciento de los que se vuelven a casar también se vuelven a divorciar— mejorar la convivencia entre personas y lograr un hogar más feliz no depende de cuántas veces lo intentemos. Sólo depende de si conseguimos descifrar nuestras emociones y las de los demás. 

Comprender el sentido de nuestras vidas tiene un impacto enorme sobre nuestra felicidad personal y sobre la forma de relacionarnos con los demás, porque afecta directamente nuestra forma
de sentir el mundo, de emocionarnos. Y allí radica una de las claves básicas del bienestar emocional de nuestro hogar.

LAS EMOCIONES HEREDADAS
 Cada persona encierra dentro de sí un amasijo de sentimientos y emociones tras los recuerdos y las memorias, los fracasos, las pérdidas o la alegría vivida. 
Como el respirar o el dormir, sentimos y nos emocionamos de forma instintiva. Allí dentro, en la caja oscura del cerebro, grabadas en cada célula y cada nervio del cuerpo, mandan nuestras emociones —sobre todo las emociones de nuestro pasado, que condicionan de manera poderosa nuestra forma presente de sentir el mundo—.
Los especialistas dividen el mundo emocional de las personas en dos tipos de emociones, negativas y positivas. 
Esta distinción resulta útil en algunos aspectos pero también entraña confusión, porque tendemos a creer que determinadas emociones negativas —por ejemplo, el miedo, la ira o la tristeza— deben ser evitadas. Éste es un error de base. 
Las emociones, tanto las positivas como las negativas, cumplen un papel evolutivo, es decir, existen porque sirven para ayudarnos a sobrevivir en un entorno complejo. Las emociones negativas, en concreto, son fundamentales para ayudarnos a sobrevivir en un entorno amenazante o potencialmente peligroso.
El miedo permite huir o mantenerse inmóvil ante determinados peligros. 
La ira nos da fuerzas para reaccionar y defender nuestro entorno y a nuestros seres queridos. 
La tristeza es una brújula muy útil: fomenta la introspección, que nos permite detectar
cuándo algo va mal para intentar remediarlo. 
En este sentido las emociones negativas también cumplen una función positiva en nuestras vidas si aprendemos a descifrarlas.
 Algunas personas desconfían del carácter instintivo de las emociones y las reprimen porque temen sufrir o incluso perder el control de sus vidas. Pero intentar vivir y pensar al margen de nuestras emociones es una falacia: no sólo nos limita sino que las emociones reprimidas pasan al inconsciente y son mucho más incontrolables desde esa parte de nuestra mente

El problema surge cuando, a través del estrés y de los patrones emocionales negativos, las emociones negativas llegan a condicionar nuestras vidas en un sentido destructivo
 Y es que no sólo las situaciones objetivamente peligrosas nos estresan. 
El simple recuerdo negativo e inconsciente de un afecto, situación o lugar puede contaminar nuevas vivencias, aunque éstas en principio no tengan por qué presentar los mismos peligros. 
Este miedo a volver a sufrir genera un estrés que nos afecta, fisiológica y psíquicamente, como si nos estuviese ocurriendo lo que en realidad sólo tememos. 
De hecho los expertos aseguran que el estrés causado por los sentimientos de abandono,
de ser apartado, olvidado o despreciado, de la falta de amor y de seguridad, hacen estragos peores que el de muchos accidentes traumáticos.
 Conocer nuestras emociones nos ayuda, pues, a controlar nuestras ansiedades, no
sólo aquellas de tipo patológico —como es el caso del estrés postraumático— sino las
numerosas asociaciones negativas que arrastramos de forma inconsciente, fuente de
tantos problemas y desajustes psicológicos que lastran nuestra vida diaria. 

Los patrones emocionales negativos echan raíces en nuestra psique debido al conjunto de
eventos y experiencias con los que aprendimos a lo largo de la vida. 
Pueden ser costumbres, acciones y palabras sutiles, repetidas a lo largo de muchos años, que erosionan lentamente nuestra autoestima y conforman creencias profundas acerca de nosotros mismos y de los demás.  
En este sentido el peso de lo que Richard Dawkins llama, cuando se refiere a patrones genéticos heredados, el código de los muertos, también puede aplicarse a los patrones emocionales inconscientes que heredamos de nuestros padres y del entorno. Son patrones emocionales ajenos que, sin embargo, conforman poderosamente nuestra forma de sentir y vivir la vida diaria. Con ellos aprendimos que ciertas emociones son lícitas y otras no. Y en función de ello respondemos a la vida con patrones emocionales aprendidos en la infancia. 
Por eso es fácil que cada día nuestro hogar se parezca más al hogar de nuestros padres.

Los patrones emocionales de nuestros padres no tienen por qué ser erróneos o rechazables, pero son patrones personales, difícilmente transferibles, ya que ellos desarrollaron sus respuestas emocionales ante un determinado entorno: sus propios padres, sus amigos, su colegio y la sociedad que les rodeaba, con sus valores pertinentes. Ellos además tenían su propio temperamento, su propia forma de ser. El problema que entraña asumir las respuestas emocionales de nuestros padres en bloque es que es muy probable que no sean las adecuadas para nuestra forma de ser, nuestras aspiraciones o el entorno en el que vivimos.
Si hemos intentado a lo largo de nuestra infancia, como les ocurre a tantos niños, adaptar nuestro temperamento y nuestros sueños para que sean éstos los que encajen con los patrones emocionales heredados de nuestros padres, habremos instalado en nuestra psique un programa que no es el adecuado para nuestras necesidades.

Desaprender se convierte, pues, en parte intrínseca y necesaria del desarrollo del adulto para poder así recuperar la brújula emocional peculiar y única de cada persona.  

No podremos sentirnos bien en un traje emocional que no es el nuestro, reprimiendo nuestras necesidades, emociones y deseos propios en aras de convenciones sociales y prejuicios arraigados en el pasado. La media de vida de los seres humanos, en los países occidentales, está en torno a los 78 años y es demasiado tiempo para sentirse mal con uno mismo. 
De entrada pone muy difícil la convivencia con los demás. ¿Cómo transmitir serenidad y felicidad si uno intuye que está encerrado en la vida equivocada? ¿Cómo no culpar a los demás?
También resultará difícil que tras tanto sacrificio personal, justificado o injustificado, aceptemos que otros quieran tomar su propio camino. Si nosotros hemos sufrido, si nos hemos adaptado, ¿por qué no ellos? A nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestra pareja, al mundo entero intentaremos convencer de que no existe otro camino. Ignorar y reprimir las propias emociones implica, generalmente, ridiculizar y rechazar las emociones de los demás, sobre todo las de los niños.

En resumen, no tomamos una sola decisión que no esté influida por las emociones que hierven en el subconsciente. 
Y lo peor de todo es que constatamos que nadie nos ha enseñado a gestionarlas. Hemos aprendido un sinfín de cosas sin sentido, pero no sabemos cómo incidir sobre nuestra conducta cotidiana gestionando mejor lo único, o casi lo único, que la determina. 

Para reconocer y modificar nuestros patrones emocionales necesitamos herramientas de alfabetización emocional

Afortunadamente, y gracias a la extraordinaria plasticidad del cerebro, resulta posible, a cualquier edad, aprender a reconocer nuestras emociones y a convivir con ellas y con las de los demás, desarrollando así nuestra inteligencia emocional y social.
 
Comprender o vislumbrar el porqué de nuestras vidas puede transformarlas.

Elsa Punset





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